domingo, 22 de julio de 2012

Turquía


Delicia turca





Viajaba en un vuelo de Estambul a Antalya, pretendía llegar hasta el complejo turístico de Kemer, a unos 30 km. de la ciudad, donde tenía una cita con una amiga rusa que llegaba igualmente a Turquía ese día, había comprado el vuelo un día antes y el de Antalya justo después de llegar al aeropuerto de Estambul.  Como se puede ver, no era un viaje previsto, la razón obedecía a que cuatro días antes mi amiga rusa me había escrito un mail diciéndome que se iba a Turquía de vacaciones y me invitaba a ir también y vernos allí.  Así que le envié un correo de vuelta pidiéndole en nombre del lugar donde iba y en qué hotel se hospedaba.  Recibí la respuesta dos días antes del viaje, por eso sólo pude comprar el vuelo el día anterior.

Ahora me encontraba embarcado y preparado para darle una sorpresa a mi amiga, no le había dicho que tuviera el billete de avión en mis manos y dudo que se le hubiera pasado por la imaginación que podría llegar a Kemer el mismo día que ella.  El vuelo iba con pocos pasajeros, pero tuve la suerte de que a mi lado se sentara una chica joven y atractiva.

Iniciamos el vuelo y mi compañera, que iba el lado de la ventanilla, no dejaba de mirar hacia ese lado, obviándome por completo.  Creo que no deseaba conversación y para evitar cualquier intento mío de aproximación miraba continuamente para el otro lado.  Desde luego no podía dejar pasar esta oportunidad que me brindaba la suerte y le hablé. Creo que simplemente fue un comentario, pero ella respondió primero girándose  hacia mí y después contestándome amablemente.  Seguramente pensaba que era turco, pero al hablarle en inglés se dio cuenta de que era extranjero y su actitud cambió notoriamente. Yo le dije que en principio también tuve mis dudas si ella era turca, pues lucía una hermosa cabellera rubia, cosa nada común en Turquía.

No tardamos nada en romper el hielo.

El vuelo duraba una hora, se podría decir que desde el momento en que empezamos a hablar no paramos hasta que el vuelo tomó tierra.  También se podía decir que si Selín, que así se llamaba, me había gustado en el momento de iniciar el vuelo, al aterrizar me gustaba mucho más.  Selín era una de las chicas más dulces que nunca había conocido.

A su pregunta de dónde pensaba ir, le tuve que explicar un poco lo que pensaba hacer, por supuesto sin mencionar la cita con la amiga rusa en Kemer, únicamente le dije que me proponía recorrer parte del litoral sur.  Me preguntó si pensaba llegar hasta Alanya, su ciudad, también en la costa y a dos horas y media de Antalya en autobús.  Al decirle que en principio no estaba en mis planes, de hecho era la primera vez que escuchaba el nombre de la ciudad, ella me animó a ir.  Eso lo cambiaba todo, desde ese instante sí que me interesaba.  Naturalmente no lo afirmé con rotundidad, dije que intentaría ir, aunque si apostillé que ahora que la conocía a ella no podía dejar de visitar Alanya.  Entonces lo que hizo Selín fue anotarme su número de teléfono para que la llamara en cuanto llegara.  Ella estudiaba en Estambul y justo acababa de terminar el curso, regresaba de vacaciones a su ciudad, de modo que tendría tiempo para enseñarme todos los lugares interesante que había allí.

En la recogida de equipajes (abierta a los no pasajeros también) Selín me presentó a sus padres que habían ido a recogerla.  Mientras esperábamos estuvimos hablando un poco, lo suficiente para darme cuenta que sus padres eran igualmente encantadores.  Al conocer que iba a pasar un tiempo de vacaciones ellos mismos me invitaron también a ir a Alanya.  Cada vez tenía más claro que no podía perderme ese lugar.

Nos despedimos fuera del aeropuerto, íbamos en direcciones opuestas, pero el padre de Selín se tomó la molestia de buscar el minibús para llegar a Antalya y decirle al chofer donde deseaba yo bajarme.  La cita con la rusa en la playa de Kemer, lugar que no conocía de nada, me ilusionaba mucho, pero no niego que en algún momento antes de despedirme de Selín dudé en cambiar de planes e irme directamente con ella hasta Alanya.



Mi estancia en Kemer con la amiga rusa fue sensacional, pero ese es tema de otro episodio.  Después de ocho días ella regresaba a su país y yo me quedaba solo de nuevo, en otras circunstancias hubiera sentido cierta añoranza, pero en ese momento sólo sentí una nueva ilusión activándose en mis sentidos.  Dos días antes hice una llamada a Selin, creo que no la esperaba, noté que la sorprendí, además me confesó cuánto la alegraba mi llamada.  Me preguntó si pensaba ir a Alanya, le dije que estaba cerca de Antalya, que llegaría en un par de días y que en cuanto llegara tomaría directamente un autobús para Alanya.  Volvió a repetirme que la llamara en cuanto llegara.

Nada más dejar a mi amiga en el autobús que la llevaba al aeropuerto regresé a mi habitación, cogí el equipaje y partí también.  Un autobús me llevó hasta la estación de autobuses de Antalya y allí tomé otro que salía poco después para Alanya.

Llegué a la ciudad poco después del mediodía.  Nada más poner los pies en tierra busqué una cabina telefónica y llamé a Selín, ella no ocultó la alegría al verificar que había llegado.  Alanya era una ciudad tipo Salou, vivía del turismo de verano, por lo tanto estaba llena de hoteles y turistas, alemanes en su mayoría.  Le pregunté dónde podía quedarme, Selín me sugirió que si no me parecía mal, podía quedarme en el hotel de su padre, tenía un hotel cerca de la playa donde se alojaban los turistas de viajes organizados.  Por supuesto le dije que si, que me parecía estupendo, entonces me dio el nombre del hotel y la dirección para que se lo diera al taxista. Quedamos en encontrarnos allí.

Fui el primero en llegar, así que antes de tomar habitación esperé a Selín en la recepción, luego los dos manifestamos una sincera alegría al encontrarnos de nuevo.  No podía decirse que Selín fuera una chica despampanante, era guapa, con más aspecto de escandinava que de turca, pero sus dos grandes atractivos eran su encanto y la exquisita dulzura de su carácter, suficiente para entusiasmar a cualquiera, más aún teniendo en cuenta la maravillosa juventud de sus 19 años.

Fuimos juntos hasta el mostrador de la recepción, el hotel era de tres estrellas, uno más de tantos en la playa.  Me registré sin preguntar el precio, sólo después de haber escrito mis datos le pregunté al recepcionista cuánto costaba por noche.  Él me miró un par de segundos antes de decirme que lo había llamado el jefe para decirle que me hacía un precio especial de 20 € por día, donde además de la habitación iban incluidos desayuno y cena buffet.  ¡Wow, qué suerte!, pensé.  El precio era una ganga, el padre de Selín empezó a caerme muy bien. La miré a ella sorprendido y agradecido por el detalle de su padre.

¿Cómo sabía tu padre que estaba aquí?, le pregunté.

Cuando llamaste –respondió- estábamos en casa y le dije que acababas de llegar, también le dije que te ibas a hospedar en el hotel y que habíamos quedado aquí.

Allí mismo en la recepción empezamos a hacer los primeros planes, serían sobre las tres de la tarde y Selín comprendió que debería estar cansado del viaje y necesitaba descansar, dormir un poco, de modo que quedamos a última hora de la tarde. Ella pasaría a recogerme por el hotel.

Salimos en la noche a la zona de ambiente, bares y discotecas, cercana al paseo marítimo. Al ser el mes de julio había muchos turistas, con lo cual tanto en el paseo marítimo como en los locales había bastante gente, primero tomamos un trago en uno de los bares, después subimos a bordo de una de las goletas amarradas al puerto utilizadas como bar, y por último fuimos a la discoteca, una disco enorme a cielo abierto y que parecía ser el lugar de moda.

Fue una noche muy agradable, Selín me presentó a sus amigos, seguramente todos “hijos de papá” por el dinero que manejaban, pero al igual que la mayoría de los turcos, gente amable y sociable.  Al final de la noche nos despedimos de sus amigos y después de un corto paseo tomamos un taxi al hotel.  Durante toda la noche había estado deseando besar a Selín, intuía que yo le gustaba, pero el hecho de estar en un país musulmán me impedía dar muestras públicas de mis deseos, ni siquiera de una aproximación o un roce de su cuerpo, todo cuanto me aventuré fue a colocar mi mano en su cintura de forma circunstancial.  Turquía se había modernizado mucho desde mi primera visita, en las ciudades grandes han adquirido costumbres europeas, pero en el fondo seguían siendo musulmanes y había que guardar la compostura.

Al llegar a la puerta del hotel Selín le dijo algo al taxista y éste paró el motor del coche.  Selín se bajó conmigo para despedirse, nos quedamos de pie en la parte trasera, solos, en silencio y rodeados de oscuridad.  Que se bajara del coche para prolongar nuestra despedida era un signo bastante revelador, por lo que ya no ví motivo para seguir conteniendo mis deseos, estábamos los dos tan cerca que sólo tuve que inclinarme un poco para llegar a sus labios.  Ella recibió el beso de la misma forma que yo se lo había dado, en principio mesurado, pero de inmediato con entusiasmo y fogosidad.  Ese fue el límite, poco después subió de nuevo al taxi y partió hacia su casa.

Quizá no pueda decirse que la noche fue completa, pero entré al hotel con la emoción de haber conseguido algo excepcional.

Habíamos quedado que a la mañana siguiente Selín pasaría por el hotel para llevarme a la playa, y a eso de las once allí estaba.  Llamó por teléfono desde la recepción en cuanto llegó y bajé preparado, es decir, en bañador y con toalla.

La playa me descubrió un lugar bastante agradable y bello con el mar azul, la arena blanca y la vegetación de árboles y jardines detrás,  la playa también me descubrió otra emocionante visión: Selín en bikini. Juntos allí, parecíamos dos turistas más, incluso ella, con su pelo rubio y blanca piel, parecía más extranjera que yo.

Comimos en el hotel, ella misma se encargó de ir a la cocina y pedirle al cocinero que nos hiciera algo, que luego comimos en el salón donde habíamos estado jugando al billar mientras esperábamos.  Después pasamos a la piscina y nos tumbamos a dormir un poco de siesta.  El resto de la tarde la pasamos allí, tomando el sol y jugando en la piscina.  Al atardecer regresó a su casa, quedamos que volvería para la cena, que cenaríamos juntos en el hotel y después saldríamos por ahí.

A la hora prevista llegó al hotel, pero no lo hizo sola, sino con sus padres. Ellos también iban a cenar con nosotros.

Cenamos los cuatro en una esquina de la terraza del restaurante, era nuestra primera cena, pero la verdad que fue todo tan natural y distendido como si hubiera sido un viejo conocido.  Los padres de Selín eran amables, familiares, encantadores.  Muy pocas veces había tenido la ocasión de cenar junto a los padres de una chica después del primer día de haber salido con ella, pero aquí todo parecía lo más natural del mundo, tenía que recordarme a mi mismo que estaba en Turquía para dar más valor a lo que estaba viviendo. Y terminada la cena nos despedimos para salir en la noche, deseándonos sus padres que lo pasáramos bien, tan tranquilamente.

Verdaderamente procuramos seguir el consejo de los padres desde el momento en que nos quedamos solos, tomamos un taxi y Selin me llevó a una terraza idílica, se encontraba situada en la parte alta de la ciudad a modo de balcón sobre el mar con una vista panorámica del puerto y del paseo marítimo, que iluminado por la noche adquiría una belleza especial.  La terraza era un pequeño parque de setos, jardines y árboles, entre los cuales había mesas intercaladas, un lugar para la relajación observando bucólicas vistas o, como era nuestro caso, el lugar perfecto para pasar inadvertidos del mundo. Escogimos una mesa alejada de la entrada, oculta entre la oscuridad y los setos, junto al muro desde el que se divisaba una preciosa vista de la bahía, las únicas luces existentes eran las colocadas sobre el suelo para señalar el camino, la llama de la vela en el centro de la mesa y las estrellas en el cielo.

Aquí tuvimos la segunda aproximación, juntamos nuestros sillones, después nuestros rostros, luego nuestros labios… permanecimos muy juntos durante todo el tiempo, la noche y su oscuridad fueron perfectas aliadas del cariño que deseábamos demostrarnos.  Fue como volver a los 18 en la sala de cine, en el parque, en la oscuridad de un rincón de la discoteca, tratando de aprovechar cualquier recurso para sacar los sentimientos y la pasión en la que iban envueltos.

De allí regresamos a la zona de ambiente junto al paseo marítimo.  Esta vez subimos a una goleta utilizada como discoteca, aquí eran todo turistas extranjeros, de forma que nos mezclamos con ellos como dos turistas más, con su misma libertad y despreocupación.  Entramos cogidos de la mano y una vez dentro bailamos, nos abrazamos y nos besamos como cualquiera de los demás turistas sin que nadie nos tuviera en cuenta. Fue una noche feliz, si cabe un poco más que la anterior, pues se había producido un notable progreso en nuestra relación.

A altas horas de la madrugada tomamos un taxi al hotel.  Al llegar, de nuevo  Selín le dijo algo al taxista y éste paró el motor del coche.  Descendimos del taxi y nos quedamos de pie junto a la parte trasera, mudos, pero con un brillo en la mirada que destacaba en la oscuridad.  Nos cogimos de las manos, acercamos nuestros cuerpos, nos miramos sin decir nada, sonriendo con cierta tristeza, pues había llegado el momento que ninguno deseaba, la despedida.  Selín soltó las manos para cogerse a mi cintura y apoyar su rostro en mi pecho por unos instantes, creo que fue su forma de darme las gracias.

Cuando la vi meterse en el taxi y partir hacia su casa, me quedó una sensación agridulce muy intensa, por un lado me quedaba con la amargura de perder su compañía, pero por otro con la felicidad de haber vivido los momentos de esa noche junto a ella.

Para el día siguiente teníamos el mismo plan, Selín vendría a buscarme al hotel.  Había bajado a desayunar, pero después regresé a la habitación para seguir descansando un poco más.  A las once de la mañana me levanté, me duché y me dispuse a esperar la llamada de Selín.  Tardaba un poco en llegar, aunque pensando en las horas en que nos habíamos ido a dormir era lógico. Entretanto llamaron a la puerta.  Imaginé que sería de nuevo la señora de la limpieza de habitaciones, había pasado antes para preguntar si limpiaba la habitación,  le había dicho que no, quizá quería volver a preguntarme. Para mi sorpresa no era la señora de la limpieza quien estaba allí, sino Selín.

Esta vez, en lugar de llamarme cuando llegó al hotel, subió directamente a mi habitación.  La hice pasar y una vez dentro, a solas, le dí un beso de bienvenida.  Dejó el bolso sobre una silla y nos sentamos sobre el borde de la cama para charlar.  Hablamos de la noche pasada, de cómo nos habíamos levantado por la mañana, en fin, de esas cosas que se suelen hablar como preámbulo a lo verdaderamente interesante.  Creo que al estar cerca el uno del otro los dos volvimos a recuperar la sensación de la noche anterior en nuestra despedida, yo notaba como un calorcillo agradable iba subiendo hasta mis orejas, en realidad era la emoción quien ascendía por todo mi cuerpo.  Estábamos tan cerca que los dos podíamos percibir el calor del otro.  Inevitablemente nuestras bocas se unieron.

Después unir las bocas ansiosas, a continuación fueron nuestros cuerpos quienes se pegaron atraídos por una fuerza irresistible, la atraje hacia mí abrazándola y los dos perdimos el equilibrio, cayendo sobre la cama.

Iniciamos lo que podría haber parecido una lucha, pues rodamos en la cama, saltamos, nos incorporamos y volvimos a caer, sin dejar de estar enredados en uno en el otro.  Fue como una explosión de sentimientos y alegría al poder gozar libremente del placer que nos producía el contacto de nuestra piel y el sabor dulce de nuestros besos.  Obviamente, la temperatura subió a cotas muy altas.

Selín llevaba puesto un vestido corto y debajo el bikini, con las vueltas y revueltas en la cama acabó con el bikini solamente, mientras yo permanecía con el pantalón corto  que llevaba puesto cuando llegó, en el cuál había surgido un persistente bulto en su parte delantera.  Era evidente que los dos estábamos muy calientes. 

Decidí dar el paso y traté de quitarle el bikini empezando por su parte de arriba.  Selín no se sorprendió, pero reaccionó con precaución, dijo que esperara un momento y me pidió que corriera las cortinas del balcón.  Me apresuré a obedecer sus ordenes,  corrí el visillo traslúcido y luego la cortina que no dejaba pasar la luz, quedándonos en penumbra.  Entonces llegó el momento de la acción.

Entre caricias y besos le quité el bikini, al tiempo que ella hacía lo propio con mi pantalón.  Nos quedamos desnudos.  Ya me había dado cuenta de su desinterés por la religión, pero imaginaba que por las condiciones religiosas del país tendría poca experiencia, o quizá ninguna,  en relaciones sexuales, aunque hasta ese momento estaba mostrando bastante desenvoltura.  Me había contado que había tenido un novio en la universidad, pero lo habían dejado, y ella vivía en Estambul en un apartamento, indicios que hacían sospechar que más de algún encuentro a solas habrían tenido en su apartamento.

Selín se hallaba tumbada en la cama boca arriba, en cuanto nos quedamos desnudos me cogió para que montara sobre ella, ambos estábamos suficientemente excitados como para no retrasar más el momento de la penetración, pero había que engrasar un poco más el cauce donde debía actuar el mecanismo que impulsaba nuestros deseos, de modo que antes de proceder a subirme sobre ella bajé la mano a su sexo y lo acaricié.  Lo acaricié suavemente, repetidamente, introduje mi dedo, lo introduje varias veces explorando con la sutil yema de mi dedo corazón aquél cálido refugio de placer, podía percibir como Selín cerraba los ojos y suspiraba sintiendo el gozo verdadero que mis hábiles dedos le avanzaban anunciándole la dicha que la esperaba.

En el momento de la penetración Selín me pidió que fuera despacio, con suavidad. Actué tal como ella me había pedido, con toda la delicadeza posible, pensando que quizá podía ser la primera vez para ella.  Después de los primeros instantes, una vez que penetré en su interior y empecé a moverme, todo funcionó bien, su sexo se encontraba completamente húmedo y cálido, de manera que mi pene serpenteaba gozoso sobre toda la profundidad de su deliciosa hendidura.



De los nueve días que estuve en Alanya no pasamos con Selín ninguna noche juntos en el hotel, el deber de regresar a su casa la obligaba, sin embargo desde el primer día que hicimos el amor no dejó de visitarme al menos una vez por día en mi habitación, fuera en la mañana o en la tarde.  Sólo tomaba la pequeña precaución de subir directamente por el ascensor sin pasar por la recepción y al bajar nunca lo hicimos juntos, ella lo hacía primero y al cabo de un poco lo hacía yo.  Lo más curioso de todo es que tuve una excelente relación con sus padres, nos llevábamos muy bien y me trataban con plena confianza, debían saber perfectamente que Selín y yo estábamos teniendo una relación, prácticamente pasábamos el día y la noche juntos, y además la propia Selín no ocultaba su afecto hacia mi delante se sus padres cogiéndome de la mano, cogiéndonos a veces por la cintura o reclinándose sobre mi pecho cuando estábamos sentados en algún sofá.  Sus padres, lejos de oponerse a esta relación, con su afectuosa actitud hacia mí parecían dar su completa aprobación.  Obviamente ignoraban mi edad, no debían tener ni idea de que yo era seis años mayor que la propia madre de Selín.

 Selín debía ser la más ignorante sobre mi edad, pues un día preguntando sobre ella me dió 30 años, nueve menos de los que tenía su madre.  Por supuesto, a riesgo de perderla, de ver desaparecer aquella maravillosa aventura de verano, no pude decirle la verdad.












martes, 3 de julio de 2012

Madagascar




La hija del comisario





Había llegado a Morondava, en Madagascar, a eso del mediodía.  Después de comer estuve dando una vuelta para inspeccionar la ciudad y finalmente terminé en la playa, una playa inmensa y absolutamente solitaria.  Cuando me cansé regresé al hotel.

Estaba hospedado en el hotel Le Oasis, cercano a la playa, en la zona donde las calles son de arena sombreadas por los altos árboles, con las casas de madera y techo de palma.  El hotel era sencillo pero encantador, se encontraba en un recinto con mucha vegetación, árboles, plantas y flores. Semiocultos en esa vegetación había varios bungalows de madera, viejos y mal cuidados, elevados medio metro del suelo por las lluvias, donde se oían crujir las tablas al pisar en el suelo, pero donde me sentía muy confortable.  Tenía un pequeño bar donde en las tardes se podía tomar una cerveza o un ron, y una terraza restaurante entre los árboles igualmente acogedora. Era mi primera vez en Morondava y Le Oasis me parecía el lugar perfecto.

Después de regresar de la playa me tumbé sobre la cama y me quedé descansando un rato, creo que me dormí.  Luego me di una ducha, me vestí y salí a la calle, era poco después de las seis de la tarde, pero ya había oscurecido.  Se me había escapado la tarde.  Salí a la calle y me quedé pensando qué dirección tomar, si a la izquierda o a la derecha, en realidad no tenía ni idea de donde podía ir o qué podía hacer.  Mientras estaba pensando pasó un todoterreno por mi lado y paró unos metros después, el conductor sacó la cabeza por la ventana y empezó a llamarme por mi nombre.  Me quedé sorprendido.  Desde que había llegado no había conocido a nadie, prácticamente ni había hablado con nadie.  Al ser de noche, estar oscuro y ser muy moreno el conductor, no lo reconocí.  Se bajó del coche y vino hacia mi, entonces sí, lo reconocí: era Maheva.

Un par de años antes había conocido a un español que vivía en Antananarivo, la capital, y ya era la segunda vez que me hospedaba en su casa.  Uno de sus dos negocios era el alquiler de coches todoterreno con conductor para turistas y Maheva era uno de sus conductores, a quien yo veía a diario cuando estaba en la casa.  Esta vez tenía un viaje con dos turistas franceses y había llegado el día anterior.  Me hizo subir al coche. Una vez dentro me presentó a la chica que iba dentro, Maheva estaba casado, pero en Morondava tenía otra mujer, en realidad creo que debía tener una mujer en cada ciudad donde iba con los turistas.

Arrancamos y me preguntó si estaba solo. Si, le respondí, acabo de llegar.

Ohhhhh!, exclamó en tono de decepción.  ¿Pero cómo es eso?, preguntó.           

 No, no, no, eso no puede ser, vamos a buscarte una chica, me dijo Maheva, como si eso fuera algo imprescindible.  Yo no dije nada, sólo sonreí por su disposición a solventar mi soledad.

Empezamos a dar vueltas por la ciudad, en realidad no había mucho donde buscar, la ciudad tenía pocas calles, poca vida, aún la calle principal se encontraba casi vacía, una vez que se iba el sol la gente regresaba a sus casas y la vida se apagaba.  Pero Maheva no pensaba en desistir, al ver que no encontrábamos a nadie para mi, le preguntó a su amante si conocía a alguna chica que fuera guapa, ella pensó durante unos segundos y luego respondió:  la hija del comisario es muy bonita.  ¿Tú sabes dónde vive?, le preguntó él a continuación.  Ella afirmó.  ¡Pues entonces vamos allá!, exclamó Maheva.

Nos presentamos en la casa del comisario de Morondava.  Al igual que las demás, era una casa de madera de planta baja, aparcó el coche al otro lado de la calle y bajó del vehículo para ser él mismo quien se dirigiera hasta la casa para hablar con la chica, mientras yo me quedaba sentado en el coche observando.  Llamó a la puerta y salió a abrir la madre, Maheva preguntó por la hija y la madre fue a por ella, al poco apareció en la puerta.  Estaba oscura la calle, suerte que encima de la puerta se encendió una bombilla y eso me permitía ver mejor y, lo que estaba viendo, no me desagradaba nada.  Maheva empezó a explicarle por qué estábamos allí y qué era lo que quería, desde luego no podía escucharlo y aunque lo hubiera escuchado no lo hubiera entendido porque hablaban en malgache, pero sabía lo que le estaba diciendo.  Mientras le explicaba miró donde yo estaba y señaló con el dedo, indicándole que yo era el “vazaha” (blanco) con el que le estaba proponiendo salir esa noche juntos.  Yo miré a Maheva y sonreí, era la contraseña que teníamos, si la chica me gustaba tenía que sonreírle, así él mantendría la invitación, si no sonreía era que no me gustaba, de esa manera anularía la invitación con alguna excusa.  También miré a la chica sonriendo y la saludé con la mano, ella me devolvió el saludo y al poco terminaron de hablar, se metió de nuevo en la casa y Maheva regresó al coche.

Está hecho –dijo Maheva-, la chica ha dicho que si.

¿Se viene con nosotros?, pregunté un poco incrédulo. 

Si, si, sólo ha dicho que le demos unos minutos para arreglarse.

Ciertamente cuando vi en la puerta de la casa a la hija del comisario ya me pareció un bombón, pero después de arreglarse, llevando un vestido ceñido al cuerpo marcando las perfiladas líneas de su cuerpo, pude constatar que no hubo error en mi percepción: era un auténtico bombón.  Soary, que así se llamaba, era guapa, de rostro dulce, elegante con aquel vestido ceñido que a la vez le añadía su buena dosis de sensualidad.

Subimos al coche y partimos.  Maheva me preguntó dónde quería ir, la verdad que a esa hora de la noche no había muchas opciones para escoger, le dije que buscara un restaurante para cenar.  No fuimos lejos, allí cerca, junto a la playa, había uno que según Maheva se cenaba bien y era económico: “étoile de mer”.  Encargamos la cena, yo pedí uno de mis platos favoritos: pescado a la salsa de coco, y mientras nos preparaban los platos pedimos un ron con coca cola como aperitivo.  La cena tardó bastante, como suele ser habitual en Madagascar, con lo cual tuvimos tiempo para conocernos con Soary, si bien ella era una chica de pocas palabras, parecía tímida, por suerte tenía una sonrisa bonita y sonreía a menudo.  Como es natural, yo pagué la cena de los cuatro, era el “vazaha” y es lo que se esperaba.  De allí y, dado que ya eran más de las diez de la noche, nos fuimos directos a la discoteca, la única alternativa nocturna si no queríamos ir a dormir, y a esas horas aún era demasiado temprano.

Nos sentamos y pedimos unas bebidas, la gente fue llegando y para ser un día de semana el ambiente era bastante aceptable, sobre todo después de ver la ausencia total de vida en las calles.  Salimos también a la pista a bailar, aunque una hora después de haber llegado Maheva y su pareja se marcharon, él había estado conduciendo durante todo el día y estaba cansado, además tenía que madrugar.  Nos quedamos Soary y yo.  La verdad que ella hablaba poco, era yo quien tenía que decirle o preguntarle cosas.  Después de las doce de la noche ya habíamos dicho todo lo que teníamos que decir y bailado todo lo que teníamos que bailar, pensé que era momento de regresar ya al hotel, no obstante le pregunté a Soary cuando quería que partiéramos de allí.  Ella, como en todo hasta ese momento, dijo que cuando yo quisiera.  Madagascar debe ser uno de los pocos sitios donde las mujeres hacen lo que uno quiere, y no al revés.  Un placer desconocido para los hombres.

Vista su disposición, le dije pues que nos íbamos a dormir.  Ella se limitó a decir:  ¡vamos!.

Ni siquiera le había preguntado si quería venir a dormir conmigo al hotel, era una cuestión que sobraba, se sobreentendía que la invitación llevaba incluida la noche completa, aunque por supuesto ella podía elegir irse a dormir a su casa.  Pero no lo hizo, decidió permanecer conmigo.

El hotel quedaba a unos 500 metros por una calle de arena, pues estaba cercana a la playa, de manera que fuimos caminando tranquilamente en la noche bajo una oscuridad completa en la que casi nos resultaba difícil vernos a nosotros mismos.  Fue durante el camino donde por primera vez la pude estrechar contra mí y besarla. Ella no sólo no se opuso a mi abrazo, sino que se pegó a mí como si yo hubiera sido un imán.  Tampoco pude resistirme a palpar su cuerpo sobre su ceñido vestido, igual que lo hubiera hecho un ciego para reconocer todas sus formas, aunque seguramente de manera menos delicada.  Así llegamos al hotel, entre besos, abrazos, risas y tropezones.

La puerta de entrada a la recepción del hotel se encontraba cerrada, por lo que tuvimos que entrar por la puerta de la zona destinada a aparcamiento cercada con una alta valla de madera. 

Nada más traspasar la puerta observé la parte trasera de un coche aparcado, un Renault 4L blanco, la que cayó de inmediato en la cuenta de qué coche se trataba fue Soary.

-¡Ohh , mi padre! – exclamó.

Al avanzar unos metros y ver el coche en su parte lateral, pude leer que ponía las letras: “police”. Entonces comprendí, era el coche de su padre, lo cual significaba que estaba allí, esperándonos.

Al momento lo vimos aparecer con el vigilante del hotel, caminando hacia nosotros.

La verdad que fue una sorpresa, me pregunté por qué estaba allí, si había ido para llevarse a su hija a casa o quizá ponerme a mi en algún problema.  La señal de alarma se encendió en mi cabeza.

Nos saludamos y nos estrechamos la mano como personas educadas. Sólo quedaba esperar ver qué es lo que pasaba.

De inmediato me preguntó qué tal iba todo, le respondí que bien, luego me preguntó dónde habíamos estado, le dije que estuvimos cenando en un restaurante y luego fuimos a la discoteca, y un par de cuestiones más que tenían más que ver con descubrir quién era yo que con cualquier recriminación, su tono era riguroso pero sin dejar de ser correcto, lo cual me dio confianza para pensar que no estaba allí como comisario de policía para ponerme en un aprieto, sino como padre que se preocupa por su hija.

Era evidente que si nos había pillado entrando en el hotel era porque íbamos a pasar la noche juntos, pero no hizo ningún comentario al respecto, ni tampoco hubo reproches hacia su hija por estar allí conmigo, ni intención de llevársela con él a casa, así que después de estar a la expectativa, tras la breve charla le dije que estábamos cansados y deseábamos ir a dormir, a lo que él respondió amablemente: si, si, de acuerdo. Entonces buenas noches.  Nos estrechamos de nuevo las manos y continué con su hija camino al bungalow.

Por un momento temí que esa noche iba a tener algún problema, pero resultó que el comisario era un hombre comprensivo que sólo quería saber con quién estaba su hija, al fin y al cabo sólo tenía 19 años y parecía lógica su preocupación.  Por si acaso, viendo que su padre iba a tenerme vigilado, tendría que portarme bien.

Entramos al bungalow sintiendo la mirada del comisario sobre mis espaldas, pero afortunadamente poco después escuché cómo se ponía en marcha el Renault 4l y se marchaba de allí.  Me quedé más tranquilo, aunque seguí alucinado con la situación. El hecho es que el haber tenido allí a su padre rebajó las prisas que traía por comerme mi bombón, me parecía como si de repente, de alguna manera, acabara de formalizar mi relación con Soary.

Nos desnudamos y nos metimos en la cama con la normalidad de si hubiéramos sido una pareja corriente, una vez en la cama y al sentir en mi piel su cuerpo desnudo, se me fue el fantasma del padre y pasé a la acción.  Soary no opuso resistencia a ninguna de las acciones que yo adoptaba, sino que más al contrario dejó dócilmente que yo tomara la iniciativa inspirada en la sensación de lujuria que me provocaba su dulzura y sumisión.



Al día siguiente por la mañana después del desayuno se marchó a su casa, había sido una noche muy satisfactoria, y para completar el éxito me quedaba libre de nuevo para hacer lo que yo quisiera, al menos durante la mañana, pues quedamos que en la tarde se pasaría por el hotel y nos iríamos a la playa. La verdad que por el día prefería estar solo, a mi aire. 

A la hora convenida,  las 3 de la tarde, Soary pasó por mi hotel.  Traía puesto el bikini bajo la ropa, de manera que yo también me puse el bañador y salimos dirección a la playa. El hecho de haber regresado para verme significaba al mismo tiempo que seguíamos contando con el beneplácito de su padre.  Estuvimos un par de horas en la playa, caminando en solitario hasta que nos sentamos en un lugar sobre la arena.  Estaba deseando acercarme a ella, abrazarla, besarla….era el momento perfecto, solos en aquel lugar tan bello y romántico junto a la orilla del mar.  Para mi sorpresa, Soary me dijo que allí no.  Me explicó que si la gente nos veía iban a hablar y criticar, de hecho imaginaba que todo el mundo que nos hubiera visto la estarían criticando ya, pero al menos debía evitar darle a la gente motivos para murmurar y que luego llegara a oídos de su padre. Lo entendí.  De cara a la gente teníamos que portarnos bien y no dar que hablar, la gente en Madagascar es muy cotilla y envidiosa, me justificó Soary.  El placer pues, debía aplazarse hasta que llegáramos al hotel.

Después de las cinco de la tarde regresamos.  Una vez solos en el bungalow podía dar rienda suelta a mis deseos reprimidos fuera, de manera que no perdí ni un segundo.  La temperatura tardó muy poco en subir nada más acercarme a ella y estrecharla contra mi.  Yo ya solo pensaba en una cosa: quitarle la ropa, tumbarla en la cama y hacerle el amor.

Ahora si que no opuso ninguna objeción, dejó que yo le quitara la ropa, después el bikini y tirara hacia atrás la colcha de la cama para echarnos sobre las sábanas blancas, yo ya estaba completamente encendido antes de caer en ellas. 

Ya había buscado la posición,  estaba a punto de penetrarla cuando de repente Soary se zafó de mi y de un salto salió disparada de la cama sin decir nada, o mejor dicho, sólo dijo: “attente”, espera.

No sabía qué era lo que pasaba, pero me había quedado con la polla tiesa y sólo en la cama.  Desde hacía unos momentos se escuchaban voces en el exterior del bungalow, voces que parecían discutir, pero en aquel instante yo no le presté atención, además como no entendía el malgache no sabía lo que estaba sucediendo.  Pero Soary si.  Al parecer había dos tipos fuera que estaban discutiendo, se habían enzarzado en una fuerte discusión con amenazas incluidas, y Soary no pudo resistir la tentación de ir a ver qué pasaba dejándome solo y desconcertado en la cama.  Era la curiosidad malgache. Al lado derecho de la puerta de entrada había una rendija entre las tablas de madera de la pared, estaría a menos de un metro del suelo, de modo que Soary se fue hasta allí y agachándose pegó el ojo a la rendija para observar qué estaba sucediendo apoyándose con las manos en la pared.

Se estaba perdiendo la luz del día y con el bungalow bajo los árboles ya no se veía mucho, pero lo suficiente para ver a Soary pegada a la pared sacando su redondo trasero desnudo.  Me quedé hipnotizado con la visión.  Lejos de enfriarme, aquella circunstancia aumentó la calentura.  Me levanté de la cama y fui donde estaba Soary colocándome detrás de ella.  Por supuesto no pretendía ponerme a observar yo también, lo que hice fue retomar lo que repentinamente se había suspendido.  Me pegué a su trasero completamente empalmado, le acaricié la espalda, cogí sus senos colgando hacia el suelo, después posé mis manos en sus deliciosas nalgas, descendiendo a continuación con mi mano derecha por la bella sinuosidad de su trasero hasta llegar a su entrepierna, entonces la deslicé hasta el coño, lo acaricié sutilmente, con la yema del dedo toqué en su clítoris como si hubiera sido un pianista afinando una tecla de su piano, con finura, presteza y habilidad, terminando por introducir  el dedo en su interior como primera nota de aviso de la melodía que venía después.

No esperé más, emboqué desde atrás y la ansiosa polla penetró hasta el fondo, Soary parecía tan distraída con la fuerte discusión de fuera que tan apenas se inmutó.  Tenía que aprovechar, ahora sólo esperaba que no terminara la discusión, follarla en aquellas circunstancias era mucho más excitante.  Los movimientos iniciales de meter y sacar fueron más suaves, como pretendiendo no molestarla del asunto que atraía su interés, pero en seguida me percaté de que ella también empezó a recibir con agrado las visitas que estaba recibiendo desde atrás, dejando escapar algún gemido ahogado a la vez que intentaba no perderse lo que estaba pasando en el exterior.  A medida que aumentó mi excitación, que dicha la verdad debió sobrepasar cualquier magnitud anterior, las embestidas se intensificaron en ritmo y fuerza sin parar hasta que sin tardar mucho llegó el momento sublime de la eyaculación.  Un momento inolvidable.

Plenamente saciado y extasiado, regresé a la cama dejando que Soary continuara en su labor de observación.




















miércoles, 20 de junio de 2012

Filipinas


Descubriendo filipinas







Estaba sentado en el parque Rizal, justo bajo la estatua del héroe nacional José Rizal, en Manila.  Esperaba a tres chicas que no acudieron, en esas encontré a Tom, un turista australiano, me contó que acababa de divorciarse y para celebrarlo había decidido hacer un viaje a Filipinas.  Nos fuimos juntos del parque y regresamos al centro de Manila, pensando en buscar un restaurante para comer.  Habíamos conectado bien. En la tarde decidimos que al día siguiente nos iríamos a Banaue, al norte de Luzón en las montañas, para ver las espectaculares terrazas de arroz y los extraordinarios paisajes de la zona. Teníamos un plan de viaje.

En la noche salimos, probablemente Manila es la ciudad de Asia con más vida nocturna y no podíamos perdérnoslo.  El lugar indicado era el barrio de Ermita, famoso por la gran cantidad de bares y clubs nocturnos donde las chicas bailaban desnudas, abiertos 24 horas.  El escaparate era inmenso.  Las calles principales del barrio de Ermita se encontraban llenas de clubs, y los clubs llenos de chicas que se movían en su interior en bragas y sujetador.  Bailaban en la barra del bar o en pequeños escenarios para el público, hombres anhelantes del exotismo femenino asiático, hambrientos de sexo con chicas jóvenes, pues todas las bellas bailarinas no sólo mostraban sus encantos, sino que los entregaban a quienes estuvieran dispuestos a pagar por ellos.  Hicimos una ronda por varios de esos clubs, en alguno tomamos una cerveza mientras observábamos a las chicas en sus eróticos bailes, o nos dejábamos seducir con el poder de sus delicados encantos que mostraban sus cuerpos desnudos.  En todos los clubs había una buena cantidad de chicas, en la mayoría superando con mucha diferencia al número de clientes, lo que irremediablemente significaba tener siempre al lado a una u otra intentando promocionar sus servicios haciendo gala de sus mejores habilidades, existía una gran competencia y obviamente todas trataban de conseguir su parte del negocio.  Por lo que pude ver, Ermita era el mercado del sexo más grande del mundo, título que años más tarde le arrebató Ángeles, ciudad cercana, cuando un alcalde de Manila se propuso erradicar la prostitución cerrando este tipo de locales.

Al final todos los clubs eran lo mismo, de modo que como ninguno de los dos pretendía ninguna de esas chicas terminamos en un bar normal pero con buen ambiente, saciada la curiosidad sobre las chicas de los clubs, este lugar resultó mucho más interesante, con una variada clientela y una atmósfera auténticamente local.

Al día siguiente nos levantamos relativamente temprano, desayunamos y fuimos cada uno a recoger nuestras mochilas al hotel. De allí y antes de ir a la estación de autobuses, nos dirigimos a una casa de cambio, los dos estábamos recién llegados, yo lo había hecho hacía dos días y sólo había cambiado 50 dólares en el aeropuerto.  Al ir a sacar el dinero de la barriguera que llevaba por debajo del pantalón, observé que no se abría la cremallera. Me entró un escalofrío.  Miré a ver qué le pasaba. Lo que ocurría es que alguien la había cosido.  No me hizo falta ver nada para adivinar el desastre.  Tuve que cortar el hilo con la navaja para poder abrir la cremallera, al meter la mano lo que saqué fue un fajo de papeles blancos recortados a la medida de los cheques de viaje que llevaba allí, nada menos que 8.000 dólares.  Las piernas me temblaban.

Dos días antes, es decir, el mismo día de mi llegada, en Intramuros, la parte antigua de Manila, había conocido a dos chicas, hicimos una pequeña amistad y me llevaron a su casa, donde vivía una amiga más.  Fue allí donde me robaron, pero esta es otra historia.

El golpe fue duro, estaba haciendo una vuelta al mundo y eso podía significar que mi viaje se terminaba allí.  Afortunadamente me quedaban 150 dólares que no me habían robado, más un cheque de viaje de 100 dólares que las ladronas tuvieron a bien dejarme entre los papeles recortados.  Después de todo, pensé cuando ya estaba más calmado, no se podía decir que fueran unas ladronas despiadadas, habían dejado algo para mí.

Era evidente que mi viaje a Banaue se había abortado. Le dije a Tom, el australiano, que tendría que ir solo, pero él renunció también y dijo que se quedaba hasta que se resolviera mi problema.  Lo primero fue ir a la policía para denunciar el robo.  Allí tuve una buena discusión con el policía que me tomaba declaración, no quería firmarla si no le daba dinero. Naturalmente le había dicho que me habían robado todo, aún así me pedía dinero, justificando su actitud diciendo que gracias a él yo podría recuperar mis cheques de viaje.  Tuve que plantarle cara, primero en tono amistoso, después, en un tono con menos consideraciones,  haciendo valer mis derechos y la obligación en hacer su trabajo.

Con la denuncia hecha y firmada en la policía, fui a los dos bancos emisores de los cheques de viaje, Banco de América y City Bank, para notificar el robo y reclamar la reposición de los cheques, 4.000 en cada banco. Dada la elevada cantidad no podían reponerme el dinero en seguida, sino que debería esperar unos días, pues debían contar con la autorización de la oficina central en América.

Tom me había acompañado durante toda la mañana en estas gestiones, ahora sólo quedaba esperar, antes habíamos regresado a su hotel para tomar allí dos habitaciones.  El viaje había quedado pospuesto por tiempo indefinido y aunque insistí para que Tom se fuese a Banaue, él decidió quedarse conmigo en Manila.



Pasé el día abatido, en parte furioso conmigo mismo por haberme dejado engañar por las chicas que me habían robado, por suerte eran cheques de viaje y confiaba en poder recuperarlos, aún así me costaba mantener el ánimo.  Lo mejor para elevarlo otra vez era salir por la noche, y eso hicimos, y dónde mejor que al barrio de Ermita. Ya conocíamos los clubs de chicas y no nos interesaban, de manera que fuimos directamente a la zona de los bares normales, con gente normal y ambiente genuinamente local.

Para no ser un día de fin de semana había un buen ambiente, bares con música y chicas normales, pronto me olvidé de la amargura de la pérdida de los cheques de viaje. En uno de ellos conocimos a dos chicas, muy jóvenes, tanto que debían tener la edad de los hijos de Tom, les pedimos que se sentaran con nosotros y aceptaron.  Desde el primer momento su compañía nos proporcionó el ánimo que por lo menos a mi me había faltado durante el día,  además de jóvenes, eran atractivas, delicadas, encantadoras, sonreían con facilidad y, sobre todo, nos prestaban una atención que jamás hubiéramos soñado en nuestros países de origen.  Sin esperarlo, había encontrado el antídoto perfecto para recuperarme.

Las invitamos a cenar y buscamos un restaurante local de los que había por la zona.  Una de ellas se llamaba Isabhel, de las dos era la que más encanto derrochaba y quien me cautivó desde su primera sonrisa.  Mezclaba inocencia y atrevimiento a partes iguales, irremediablemente me atraía y no hice nada por ocultarlo, más al contrario, coqueteaba con ella mostrándole todo el entusiasmo que me hacía sentir.  

Terminada la cena salimos del restaurante y nos metimos en un local donde se anunciaba para más tarde la actuación de una banda de música, tomamos una de las pocas mesas que quedaban libres y entonces ellas dos empezaron a hablar en tagalo, la lengua local. Algo ocurría.  Le pregunté a Isabhel qué pasaba. Me dijo que ya era tarde y que debían ir a casa.  De repente sentí el golpe de la desilusión. En realidad discutían porque la amiga quería ir a casa e Isabhel deseaba quedarse. Yo le pedí a Isabhel que se quedara, al menos un rato más.

Finalmente la amiga se marchó, salió a la calle y tomó un jeep de los que hacían el transporte urbano en Manila, e Isabhel se quedó con nosotros.  Creo que para ella aquel encuentro suponía una aventura de la que no estaba dispuesta a renunciar.

Lo pasamos bien, aunque la alegría de tener a Isabhel no dejó olvidar cierta preocupación cuando más tarde me dijo que no iba a ir a casa, que se quedaba conmigo.  La convencí para que por lo menos llamara a sus padres para que ellos no estuvieran preocupados y afortunadamente me hizo caso.  Salimos a la calle para alejarnos del ruido y buscamos un teléfono público en un lugar tranquilo, llamó a su casa y habló con su madre, que hacía rato la estaba esperando.  Como excusa, le dijo que estaba en la casa de su amiga y que se quedaba allí a dormir.

Tomamos un taxi hasta nuestro hotel, un hotel pequeño de mala muerte.  Era de planta baja y de la recepción se accedía a una especie de patio interior al descubierto donde quedaban distribuidas las habitaciones. Nos despedimos de Tom y nos metimos a la habitación, en sintonía con la decrepitud del hotel. Desde luego no era  la clase de habitación que uno hubiera deseado para culminar una noche tan especial.

Nada más quedarnos solos en la penumbra de la habitación hice lo que estaba deseando desde mucho antes de llegar: la cogí por la cintura y la estreché contra mí.

Isabhel no hizo ninguna oposición a mi abrazo, a las caricias y a los besos que buscaban sus tiernos labios. Ella se abrazaba a mi cintura amagada sobre mi pecho guardando silencio, dejando que fuera yo quien hablara, quien murmurara en su oído palabras dulces y suaves mientras mis manos se deslizaban por los contornos de su cuerpo.

Vamos a acostarnos, le dije despegando nuestros cuerpos. Ella obedeció en silencio y empezó por quitarse las zapatillas deportivas que llevaba puestas. Hasta entonces se había mostrado muy desenvuelta y atrevida, pero ahora no podía ocultar cierta timidez.  Conecté el gran ventilador que colgaba del techo, encendí una pequeña lámpara sobre la única mesilla existente y apagué la luz de la habitación, entonces fui desnudándome también.  Cuando Isabhel terminó de quitarse la camiseta y el short, quedándose con las braguitas y el sujetador se fue a la cama y se tendió en ella boca arriba. La miré antes de acostarme para deleitarme de aquella visión maravillosa, aún en la penumbra se apreciaba el esplendor de su delicado cuerpo, la tersura de su piel morena cubierta sólo por la sencilla ropa interior de color blanco, mirándome a su vez tendida sobre la cama  sin decir nada, esperando que ocupara mi lugar e hiciera lo que tenía que hacer.

Me acosté a su lado y llevé mis labios hasta los suyos, los besé suavemente, rozándolos, extendiendo el roce sutil en su mejilla y su cuello mientras mis dedos jugaban en su piel de seda, mirándola y sonriéndole intentando transmitirle tranquilidad, seguramente su falta de experiencia le causaba el pudor que parecía mostrar en su mirada, por eso procuré ir despacio y suave, apartando la brusquedad de cualquier gesto, dejando que fuera la ternura la guía de mis actos.

Volvimos a abrazarnos en la cama fundiendo nuestros cuerpos, oprimiéndolos el uno contra el otro, retorciéndonos sobre las sábanas, enredándose nuestras piernas y nuestros brazos entre giros y rotaciones sobre nosotros mismos.  Sentir la suavidad de su piel, las sonoras sonrisas, el brillo de sus ojos, multiplicaba el placer que ya sentía por adelantado.

Era el momento de despojarla de la ropa que le quedaba puesta, primero introduje mi mano bajo el sujetador y palpé con suavidad la forma de su pecho, timbré alrededor de su pezón notando como se erizaba, pero cuando intenté desabrochar el sujetador hizo un gesto de oposición, era el pudor quien se interponía.  Me pidió si podía apagar la luz.  Yo estaba dispuesto a complacerla, pero concederle la abstinencia visual era privarme de una parte fascinante de aquellos momentos.  Aludí que tan apenas había luz, y era cierto, la lámpara alumbraba poco, aún así para tratar de contentarla la cubrí con una camiseta dejando una abertura, pero eso tampoco la complacía del todo.  Finalmente accedió a dejarla así, aunque a cambio me pidió que subiera la sábana que poco antes había echado hacia atrás, y nos cubriéramos con ella.  Tuve que acceder a su petición y tiré de la sábana echándola sobre nuestros cuerpos.  Así ya parecía estar más dispuesta a que yo prosiguiera con mis intenciones de dejarla sin su ropa interior, pero antes de eso le pregunté mirándola a los ojos: ¿es la primera vez?.  Si, respondió ella devolviéndome la mirada.

Era virgen.  Ser el primero podía ser un honor para cualquier hombre, yo me lo tomé más como una responsabilidad, Isabhel me agradaba mucho y deseaba que pudiera recordar su primera vez para siempre.

Retiré el sujetador dejando libres sus juveniles y redondos senos, los besé y punteé con el extremo de mi legua sobre sus pezoncitos, a la vez que mi mano descendía para introducirse bajo sus bragas.  Rocé su clítoris con la yema de mi dedo, lo froté varias veces notando como se removía ligeramente por la excitación que eso le provocaba.  Luego fui bajando sus braguitas hasta quitárselas, a continuación fui yo quien se quitó el calzoncillo. Volví a acariciarla, la notaba nerviosa, quizá temerosa, aunque no decía nada.

No te preocupes, verás que todo va a ir bien, le dije.

Isabhel dejaba que yo tomara la iniciativa de todas las acciones, ella confiaba en mi y esa era suficiente recompensa para no dejar de agradarla, de estimular sus sensaciones y llevarla al orgasmo, su primer orgasmo.

Mi dedo reapareció de nuevo sobre su clítoris, lo presioné y lo froté a uno y otro lado, con suavidad primero y con celeridad después, luego lo introduje despacio en su vagina, tanteando en su interior, hasta meterlo entero.  Isabhel permanecía sin decir nada, todo iba bien.

Para que notara el grado de mi excitación, hice que cogiera mi pene con la mano, eso la hizo sonreír.  Me incorporé colocándome frente a ella de rodillas en la cama entre sus piernas abiertas, para entonces la sábana que nos cubría había desaparecido, y antes de penetrarla volví a masajear un poco más su clítoris para poner su sexo a punto.  Después apunté con el pene erecto y duro a la entrada guiándolo con la mano, y con la punta del capullo froté en su clítoris.  Me encantaba mirarla a los ojos y ver cada gesto de su rostro.   

Llegó el momento de penetrar en aquel templo virgen entre las piernas de Isabhel.  Acoplé mi cuerpo al de ella e hice varios intentos sin conseguir entrar en la hendidura, luego guiado por la mano el pene encontró el camino y no sin cierta resistencia penetró en aquel sagrado lugar convirtiéndome en su primer fiel adepto. Lo hice despacio, con suavidad, observando qué sucedía, atento a cualquier gesto.  El conducto de su vagina parecía algo estrecho y además estaba poco lubricado, como acostumbra a suceder con las mujeres asiáticas, quienes en general humedecen poco. Le pregunté si iba bien así y ella contestó afirmativamente. Poco a poco los movimientos fueron ascendiendo en intensidad, los dos fuimos encontrando la confianza y la tranquilidad para desalojar la preocupación y aumentar el ritmo de nuestros impulsos. 

Del ritmo lento y pausado inicial, a medida que el ariete fue haciéndose sitio en su interior penetrando con más fluidez, pude descuidar la obligada delicadeza para entrar hasta el fondo sin cesar en las embestidas, llevándolas hasta consumar con el placer aquel maravilloso momento.  Pocas veces después de un polvo he tenido una sensación igual, no por haber desvirgado una sílfide, sino por haber compartido con ella tan extraordinaria experiencia.



La recuperación del dinero llevó varios días viéndome obligado a quedarme en Manila, pero bendita obligación, Isabhel permaneció conmigo sin regresar a su casa durante toda la semana que tuve que esperar, en la cuál fuimos mejorando cada día en nuestros frecuentes actos sexuales, pues no paramos de follar en todo el tiempo y a todas horas.












jueves, 31 de mayo de 2012

Madagascar




El collar de plata



Estaba en Tamatave, conocida oficialmente desde la descolonización como Toamasina, en la costa este de Madagascar.  Es una ciudad tropical, la segunda del país en población, y contaba con el único puerto comercial, era el punto donde entraban o salían todas las mercancías del país.  Era una ciudad calurosa, pero los árboles que poblaban la ciudad y la abundante vegetación mitigaban el calor dando sombra en las calles. Me agradaba Tamatave. Tenía una playa inmensa, casi siempre vacía, salvo los domingos, cuando la gente iba allí no a bañarse, sino a pasear, aunque la playa más bonita e idílica se encontraba unos pocos kilómetros más al norte, desierta incluso en domingos, pues no había transporte para ir hasta allí, a lo sumo quienes iban eran los “vazaha” (blancos) residentes en la ciudad.  La verdad que no había mucho que hacer, Tamatave tenía pocos atractivos en si misma, era una ciudad corriente donde la mayor parte de la gente vivía en los suburbios de sencillas casas de madera.
Tamatave

El centro tenía los edificios coloniales, algunos eran bonitos, pero las cosas con cierto interés podían verse en una sola mañana.  El principal punto de atracción para mí se encontraba en el mercado principal, en plena calle como todos en Madagascar, y en los suburbios, donde uno podía estar en contacto con la gente y observar la vida cotidiana.  De manera que pasear, hablar con la gente, explorar en los lugares donde latía la vida, era mi principal pasatiempo hasta que llegaba la noche, cuando después de cenar era la hora de ir a la discoteca, había un par de ellas y las dos muy cerca del hotel donde estaba.

Una de esas mañanas, paseando por un sector de la ciudad, una chica se acercó a mí.  Me saludó cordialmente y me detuve a escucharla, era una chica atractiva, de buen tipo, alta, educada, no parecía la típica chica de discoteca. No sabía lo que quería, como no era normal que una chica le parase a uno caminando en la calle, no imaginaba qué podía querer.  Llevaba un bolso, algo poco frecuente, pues en Madagascar sólo se lleva bolso o cesta cuando se va a comprar al mercado, es decir, sólo las chicas de clase alta suelen usar este complemento, aunque la chica no parecía de esa clase social, sino a la que pertenecía la gran mayoría.  Metió la mano en el bolso y sacó un collar.  Se trataba de un viejo collar de plata, probablemente perteneciente a la familia.  Me lo mostró y me preguntó si quería comprarlo.

Me sorprendió un poco, no esperaba una oferta de este tipo.  No tenía el menor interés por comprar nada, de forma que podía haberle dicho que no me interesaba y seguir mi camino, es lo que suelo hacer con los vendedores callejeros de cualquier lugar cuando me asaltan en la calle con sus variados productos, pero esta vez era diferente, la vendedora era una chica y estaba realmente bien.  Tomé en collar en mi mano y lo observé fingiendo cierto interés, pero en realidad sólo me interesaba mantener un poco de conversación con ella.  Le pregunté por qué lo vendía, ella me contestó: “j´ai besoin d´argent”, es decir, dijo que necesitaba el dinero.
Calle alejada del centro

Me quedé pensativo, el collar no me interesaba, pero tampoco quería decirle que no y marcharme. 

No sé que puedo hacer con él, le dije a modo de excusa.  Ella contestó que podía regalárselo a alguien, una amiga, una novia, mi madre…es de plata auténtica, señaló. 

Yo miraba el collar y la miraba a ella, pensativo. 

Mire, insistía ella, es muy bonito, y no es caro. Así tuve que preguntarle por cuanto lo vendía.  Me dijo el precio, era un precio razonable, se puede decir que era barato, pero realmente para qué lo quería yo, y así se lo dije.  El collar es bonito, es de plata, y yo necesito el dinero, es una buena compra y además me ayuda a mí.

 La verdad que era bueno su argumento.  Empezaba a convencerme.

Finalmente me mostré más decidido a comprarlo, de hecho le dije que podía comprárselo, pero había un inconveniente: no llevaba encima el dinero suficiente.

Naturalmente esto no suponía para ella ningún problema, podíamos vernos más tarde en algún lugar cuando tuviera el dinero, expuso como solución.

 Entonces, le dije, si quieres pasarte por mi hotel, te puedo dar el dinero allí.

 Ella estuvo de acuerdo, sólo preguntó en qué hotel estaba y a qué hora quería que fuese.  Me hospedaba en el hotel La Plage, en el Boulevard de la Liberación, tanto la calle como el hotel muy conocidos en la ciudad, le pregunté si le iba bien después del mediodía, a las tres de la tarde.  Ella respondió que si, de modo que le dí el número de  mi habitación y nos despedimos hasta la tarde.



Intencionadamente, le había mentido en una cosa: no era cierto que no llevara encima el dinero suficiente, lo llevaba.  No tenía interés por el collar, sin embargo si que me interesaba volver a ver a la chica, de modo que el collar podía servirme de excusa para verla de nuevo, y además en la habitación de mi hotel, un lugar mucho más privado que en plena calle.

Continué divagando por la ciudad hasta la hora de comer, a eso de la una del mediodía. Después me fui caminando tranquilamente hasta mi hotel.  El hotel La Plage era un hotel de la época colonial y su dueño un anciano francés, aunque ahora ya estaba algo descuidado y necesitaba una renovación, en otra época debió gozar de cierto esplendor, de todas maneras aún conservaba el encanto de lo antiguo, un edificio sólido, de bonito diseño, grandes ventanales, altos techos, espaciosas habitaciones…
Suburbios

A las tres de la tarde, puntualmente, la chica llamó en la puerta de mi habitación.  La hice pasar y la invité a sentarse.  La habitación era muy amplia, además de los muebles usuales, tenía también dos confortables sillones de madera con la tapicería en verde oscuro y una mesa baja.  Después de hablar un poco, la chica sacó el collar y lo dejó en la mesa.  Eso significaba que debíamos ir al tema de la compra. Me levanté, busqué el dinero que me había dicho y se lo di.  Seguramente podía haber discutido el precio, incluso ella debía esperar que yo quisiera negociarlo para sacarlo por un precio más bajo, en Madagascar todos los precios se negocian, pero conociendo el motivo que la obligaba a venderlo, moralmente no me parecía oportuno.  Ella me dio las gracias con gesto agradecido, y lo guardó en el bolso.

Olvidamos el collar y seguimos hablando de otras cosas, habíamos adquirido cierta confianza y podía permitirme entrar en el terreno personal, no estaba casada ni tampoco tenía novio.  Le dije que me costaba creerlo. Ella aseguró que era verdad.  En realidad la creía, sólo era para hacer más énfasis en que resultaba extraño siendo una chica tan atractiva. Así que empecé a halagarla.  En principio ella se mostraba tímida, sonreía a mis halagos, inclinaba la vista en sentido de humildad, pero luego también se mostró interesada por mi, me preguntó si tenía novia, y por qué no la tenía cuando le dije que no. Quizá para corresponder a mis halagos, ella también se atrevió a lanzarme algún piropo.  Poco a poco, la confianza iba creciendo.

Acerqué mi sillón junto al suyo para poder estar más cerca.  Aunque no se lo decía expresamente, intentaba mostrarle que me gustaba.  En esto no había mentira, era real, me estaba gustando, más incluso de lo que ya me había atraído por la mañana.  Me gustaba su actitud, su sencillez y humildad, la forma profunda de mirar o el modo de entornar sus párpados cuando le regalaba alguna lisonja a sus oídos, y sobre todo me gustaba ella, tal cual era, su rostro, su cuerpo, su sonrisa cuando notaba alguna de mis ocultas intenciones. 

El hecho de tener los sillones casi pegados me permitía estar muy cerca de ella, en un momento de la conversación me aventuré a cogerle la mano y ella no hizo nada por rechazarla, la tomó y ese contacto tan simple sirvió para activar un poco más fuerte la emoción que ya sentía al estar a su lado.  Debía reconocer que el simple roce de mi mano con la suya  elevaba un poco más el acaloramiento que transmitía su presencia.  Llevaba puesto un vestido, no era ceñido, ni siquiera bonito, pero podía imaginar perfectamente el hermoso cuerpo que tapaba.
Familia en los suburbios

La cercanía había llevado al roce, y roce inevitablemente había llevado a la excitación. Le dije que podíamos acostarnos la siesta, que estaríamos mejor tumbados en la cama.  Ella volvió a sonreír, mientras negaba con la cabeza.  Viendo mis intenciones, podía haberse levantado y marcharse, ya tenía lo que quería, sin embargo, continuaba allí.  Eso me dio cierta confianza para seguir insistiendo, pero ella siguió negándose. Esta pequeña discrepancia me permitió aproximarme más a ella, juguetear con las manos, estimular su deseo para que dejara de resistirse.  Inesperadamente, ella me sugirió una alternativa.  Me dijo que le gustaría ducharse. Me quedé un poco sorprendido, pero encantado con la sugerencia. 

De acuerdo, dije, pero nos duchamos juntos.  Ella simplemente asintió con un gesto.

Se quitó el vestido con naturalidad y lo dejó sobre el sillón en el que había estado sentada.  La predicción de lo que podía esperar fue acertada, sin el vestido que lo cubría, se reveló de una forma mucho más evidente el espléndido cuerpo que poseía.  Era macizo, armonioso, bello, deslumbrante.  Además era natural, se notaba que estaba poco cuidado, que su piel no estaba tonificada con los clásicos productos de belleza femeninos, tampoco llevaba una gota de pintura o de cosméticos que pudiera realzar la hermosura innata con que la naturaleza la había proveído.

Yo empecé quitándome la camiseta, cuando lo hice ella ya se había sacado el sujetador, dejando al descubierto sus preciosos senos, bien erguidos y redondeados, igualmente sin rastro de cirugía o de elementos artificiales que los realzaran. Como todo lo demás, eran auténticos, simple patrimonio personal. 

El entusiasmo avanzaba veloz por mis sentidos.

Me quité los pantalones apresuradamente.  Para entonces ella ya se había quitado las bragas, al igual que el sujetador, nada sexys, aunque no le hacía falta, su cuerpo era lo realmente sexy y provocador.  Al verlo denudo por completo me quedé fascinado. No pude dejar de pensar que la naturaleza había construido una bella obra de arte.

Sin perder tiempo se dirigió al baño, tuve que quitarme y tirar los calzoncillos sobre la marcha para seguir detrás de ella.

El baño del hotel La Plage era inusual, entre la cabecera de la cama y la pared de la entrada habían colocado un habitáculo de cuatro paredes sin cerrar, a una altura de aproximadamente mi cabeza, es decir, estaba abierto, sin techo, y tampoco tenía puerta, la entrada era libre. Dentro si contenía lo habitual, las paredes eran de azulejos color beige, con un lavabo, un water y una amplia ducha que caía sobre el propio suelo. 

Nos metimos bajo el agua.  A continuación cogí el bote de gel y le pedí que me dejara enjabonarla.  Empecé por la espalda, después le di la vuelta y puse más jabón en su torso, lo extendí con mis manos en movimientos circulares, ascendí a su cuello y lo rodeé con mis manos  frotando sobre él, después volví a descender y cogí sus pechos, los froté con mis manos más suavemente, masajeándolos, gozando de tener en mis manos aquellas primorosas tetas.  Luego fui descendiendo hasta llegar a su coño, lo enjaboné bien, froté mi mano sobre él, arriba y abajo, introduje mis dedos, bajé a sus inglés, a sus muslos, volví a su coño,  deleitándome con la sensación del suave y caliente tacto en esa parte.

Ahora yo, dijo ella.  Y tomó el bote de gel, se puso en sus manos y lo extendió sobre mi pecho.  Frotó primero por mi pecho, en mi cuello,  en la espalda, igual que había hecho yo, y luego, tal como también hice yo, fue descendiendo.  Enjabonó mi pelvis en movimientos circulares, rozó sin querer (o queriendo) mi pene, que hacía tiempo se encontraba altamente sensibilizado, y se levantó como un resorte, quedándose duro y tieso.  Al notarlo le hizo gracia.  Noté que le gustaba el efecto que su desnuda presencia y el roce de su mano provocaban en mí.  Ella tampoco pudo resistirse, lo agarró y comenzó a frotar mi pene.  Yo empezaba a salirme de gozo, la excitación había llegado al punto más alto.
Casas en los suburbios

Imposible quedarme quieto.

Ella me había agarrado el pene situándose de medio lado, como no queriendo mirar la explosión que estaba a punto de provocar.  Puse mis manos en su cintura, volví a masajear su cuerpo bajando a su firme trasero, cogiéndolo en mis manos,  con las dos, extasiado.  Introduje mi mano en su coño pasándola por debajo de sus nalgas, estaba caliente, lo notaba. Ya no podía aguantar más.

La situé en posición, de espaldas a mi, separé sus nalgas para abrir el camino, me pegué a ella por detrás con mi pene erecto y traté de introducirlo en su coño por detrás.  Fue un pinchazo a ciegas que no consiguió su objetivo.  Ella, al sentir mi pene intentando abrirse paso para penetrar en la delicia de su coño, exclamó algo, dio media vuelta y salió corriendo del baño.

La verdad que no esperaba esa reacción, me dejó sólo y completamente empalmado.

Por supuesto no me quedé en el baño, salí corriendo detrás de ella.  Empezamos a perseguirnos alrededor de la cama y del habitáculo del baño, riendo y gritando, sobre todo por los resbalones y el temor a rompernos la crisma.  Por suerte pude atraparla antes de caer al suelo por un resbalón.  Le dije que no podía correr así enjabonada, se iba a resbalar y podía hacerse daño.  La había abrazado para sujetarla, nos quedamos así un momento, pegados los cuerpos desnudos y húmedos, piel contra piel.  Ella no hizo nada por despegarse de mí, nuestros cuerpos estaban agitados, los corazones latiendo aceleradamente. Le hablé al oído, el francés es una legua muy sensual cuando se susurra al oído, besé su cuello, su mejilla, sus labios.  Nos besamos, con suavidad y ternura al principio, pero con ardiente pasión después.

La hice entrar al baño de nuevo, había que aclararse el cuerpo. 

La excitación no se había rebajado en absoluto, permanecía conmigo en toda su amplitud. Inevitablemente, al colocar mis manos de nuevo en su cuerpo, al acariciarlo, al deslizarse alrededor de sus pechos, en la abertura de su sexo húmedo por su propia excitación, no pude refrenarme más y volví a dar rienda suelta a mis deseos desbocados.  Esta vez la preparé más para que no se sorprendiera con mi intención de penetrarla, me situé de nuevo detrás de ella, le indiqué con mis gestos cómo quería que se colocara, y esta vez reaccionó con sumisión, sin oponer resistencia, acomodándose a mis deseos.  Ahora pude penetrar desde atrás plenamente, hasta el fondo de su jugoso sexo.  Fue el éxtasis.  Empezó a gemir y eso me hizo darle con más fuerza desde atrás, intensificando las acometidas, hasta que un fabuloso orgasmo agotó todas mis fuerzas.



Después de este desgaste necesitábamos un poco de relajación y nos fuimos a la cama, tiré las sábanas hacia atrás y nos tumbamos encima.  Había sido un momento sublime y ahora con la tranquilidad de la misión cumplida, sólo quedaba saborearlo en silencio.  Coloqué mi brazo por detrás de su cuello y ella se acurrucó sobre mi pecho.

Se marchó a las seis de la tarde, pronto se haría de noche y debía regresar a su casa.  Antes de marcharse le devolví el collar para que siguiera conservándolo, luego, en la puerta de la habitación cuando nos despedíamos, sonriendo le dije que si pensaba en volver a vender el collar, yo quería tener la opción de recompra.