martes, 3 de abril de 2012

Vuelo a la gloria





Era mi primer vuelo a Singapur, subí al avión de Royal Jordania en Madrid, teníamos que hacer escala en Amán y luego proseguir hasta Singapur.
Fui andando por el pasillo con la tarjeta de embarque en la mano, contando las filas hasta que llegué a la mía, miré a derecha e izquierda para localizar la letra que me correspondía, los tres asientos de la derecha estaban vacíos, pero no, no estaba allí mi sitio, miré a la izquierda y el primer asiento del pasillo estaba libre, ese era el mío. Los otros tres asientos de la fila estaban ya ocupados por tres personas, un matrimonio y su hija, que casualmente se encontraba junto a mi asiento.  Saludé.
Coloqué mi mochila en el compartimento superior y a continuación tome posesión de mi sitio. Inevitablemente la vista se me fue un poco más allá, justo hasta las preciosas piernas de la chica que ocupada el asiento de al lado y que iba a ser mi vecina de vuelo. ¡Qué piernas!, pensé. Llevaba un vestido negro algo ajustado que al sentarse se le había subido dejando al descubierto parte de sus suaves extremidades. Su vestido negro hacía un bonito contraste con sus blancas y delicadas piernas.  ¡Qué suerte!, pensé después de acomodarme volviendo a mirar de frente pero con el pensamiento clavado en aquellas piernas.
En seguida entablé conversación con los tres, las preguntas clásicas de qué tal, dónde vas o dónde has estado, ellos eran australianos que regresaban a su país después de pasar las vacaciones en España.  La hija, mi vecina, tendría unos veinte años, o quizá menos. 
Una vez que el avión despegó y nos pusimos en ruta, aunque los padres parecían simpáticos, su hija y yo desestimamos que siguieran formando parte de la conversación y nos centramos en nosotros dos.  La chica era un encanto y no tardó en surgir una espontánea confianza entre nosotros.  Cuanto más la miraba más guapa me parecía. Para tener un poco más de intimidad en nuestra conversación, ella estaba girada hacia mi y yo hacia ella, de forma que su rodilla izquierda se chocaba con mi rodilla derecha, con los rostros inclinados y nuestras mejillas casi rozándose.  ¡Dios, qué calor ascendía por mi cuerpo!.
La hora de la cena rompió aquellos mágicos momentos.

Llegamos a Amán a última hora de la tarde, ya de noche. Tuvimos que pasar a la zona de tránsito e ir a los mostradores para sacar la tarjeta de embarque a Singapur.  Como presentamos los cuatro pasaportes a la vez, nos dieron los cuatro asientos juntos.  Luego sólo quedaba esperar. Había una especie de camillas verdes y cada uno escogió una para tumbarse a descansar, bueno, menos la chica y yo que nos sentamos juntos en una de ellas.
Volvimos a abordar el nuevo avión, el despegue debía ser alrededor de las doce de la noche.  Nos habían dado una fila central a la mitad del avión. Cuando ya estaba a bordo todo el mundo, nos fijamos que varias filas de la parte trasera iban completamente vacías.  La chica y yo nos miramos, los dos estábamos pensando en lo mismo. ¿Vamos a la parte de atrás?, fue la pregunta, aunque en realidad no recuerdo quién de los dos fue el que la hizo.  Ella se lo dijo a sus padres, que nos cambiábamos a la parte trasera para ir más anchos, aunque verdaderamente era para todo lo contrario.
Nos fuimos a una de las últimas filas, nadie a nuestro alrededor, completamente solos. Nos miramos y sonreímos de felicidad.
Tomamos los tres asientos de la parte izquierda y después de despegar, alcanzada la altura de vuelo y liberados del cinturón, le pedimos a la azafata una manta.  Las luces se apagaron poco después. Nosotros levantamos los reposabrazos para que no molestaran y nos acercamos un poco más, tocando nuestros hombros.  Nos miramos en la penumbra, no necesitábamos decirnos nada para saber lo que ambos estábamos deseando, nuestros labios se chocaron, primero con suavidad, después con la avidez de querer saciar la espera que había mantenido aplazado ese momento.
Nuestros cuerpos se retorcían el uno sobre el otro ajenos al lugar donde nos encontrábamos, ajenos a todo, contagiados por el ardiente delirio  que zumbaba en nuestros sentidos.
Nuestras bocas combatían con besos apasionados y movimientos impetuosos, una de mis manos atrapaba sus piernas suaves y tersas, ascendiendo por sus muslos ansiosa por llegar a la zona más caliente entre sus ingles. La otra trepaba por los contornos de su cuerpo, acariciaba su cuello o se introducía en su escote.  Aquellos ocultos y deliciosos pechos que ahora podía agarrar con mi mano. 
Cuando por fin mi mano izquierda pudo meterse, no sin cierta dificultad, bajo su braguita y mi dedo anular se introdujo en la humedad de su coño, ella se detuvo, rehizo un poco su postura y dijo: ¡wait!, espera. Levantó un poco el culo del asiento y estiró de sus bragas para sacarlas.  El camino quedaba libre.  A continuación cogió la manta que nos habían dado y la colocó sobre los dos, una vez bajo la manta se subió el vestido hasta la cintura y se colocó de lado dándome la espalda girándose hacia la ventanilla. Mientras ella hacía esto yo desabrochaba el cinturón y los botones de mi pantalón, tirando de él y de los calzoncillos hacia abajo.
Palpé su redondeado trasero igual que un ciego palparía un objeto para reconocerlo, mi mano se abrió paso entre sus nalgas para llegar hasta la vagina, acariciar su clítoris e introducir de nuevo mi dedo en la profundidad de su coño.  Ella gemía levemente, lo que a mi me ponía más cachondo de lo que ya estaba. Mi otra mano se introducía por debajo de su brazo para llegar a sus pechos, desabotonando primero la parte superior de su vestido y así poder agarrarlos con facilidad.  Luego cambié mi mano izquierda y en lugar de frotar desde atrás, la pasé por encima de su cadera y la introduje por delante.  Ella se retorció un poco más, aplastando su culo contra mi polla dura. Ya no podíamos esperar más. Separé un poco sus piernas, acomodé la posición de sus nalgas y metí la polla entre ellas buscando la hendidura de su mojado coño.  Al encontrarla, empujé y la polla se hundió con suavidad.
Seguí sin parar empujando contra sus nalgas, sujetándola por su cadera y de sus pechos de las delirantes embestidas que mi ímpetu le proporcionaba. La manta se fue al suelo, quise cogerla pero se me escapó, mejor, así podía verla desde atrás todo lo que la oscuridad me dejaba, tal vez alguna azafata estaba mirando, pero qué más daba. 
Mis furiosas acometidas se aceleraron presagiando el clímax que llegaba, ella también aumentó sus gemidos ahogados, reprimiendo los gritos de placer que querían salir de su garganta.  Nos corrimos, el orgasmo fue grande y especialmente delicioso.  Las sacudidas que había producido nuestra agitación se aplacaron dejando en el silencio y la oscuridad el único sonido de nuestra respiración jadeante.

Ella recogió la manta del suelo y me la dio para que la colocara de nuevo sobre nosotros.  Continuamos así, pegados el uno contra el otro, en la misma posición, descansando y recuperando fuerzas para el próximo polvo.



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