lunes, 16 de abril de 2012

Madagascar



                                             

                                                   Secretaria personal



  No era la primera vez que estaba en Madagascar, pero si era la primera que deseaba comprar.  Contacté con una agencia para hacer toda la documentación de exportación, tema bastante farragoso en Madagascar. Al parecer, por cada tipo de producto debía ir al ministerio pertinente para conseguir la autorización de exportación, es decir, papeleos y mucha burocracia, y, por otra parte, debía darles la lista bien redactada de todas las cosas que hubiera comprado, con sus correspondientes precios. Un lío. Prácticamente debía hacerme yo mismo casi todo el trabajo de papeles y dárselo hecho a la agencia, ellos podrían decirme donde se encontraban los diferentes ministerios donde debía acudir y a qué tipo de oficina debía solicitar los permisos, menuda ayuda. El problema estaba en que si mi francés hablado era aceptable, el escrito dejaba bastante que desear, si me encargaba yo de redactar las peticiones de exportación y escribir la lista de todos los productos, iba a estar plagada de errores.  En esta situación no me quedaba otro remedio que contratar a alguien para que hiciera el trabajo.
¿Qué podía hacer?.  Debía buscar una secretaria.  Como no conocía a nadie, la mejor forma era insertar un anuncio en el periódico.  Me encontraba en Antananarivo, la capital, así que me fui a las oficinas del periódico más leído de la ciudad, el Midi Magasikara.  Cuando expliqué lo que pretendía no pude hacerlo de primeras, antes tuve que llevarles un permiso de la policía para poder insertar el anuncio.  No recuerdo bien lo que puse, pero venía a pedir una chica para trabajar temporalmente en exportación, requiriendo francés hablado y escrito, citando a las candidatas de diez a doce de la mañana del día siguiente en el hotel Términus.

 Al día siguiente por la mañana expliqué en recepción que a partir de las diez esperaba unas señoritas para entrevistarlas, el recepcionista me preguntó si quería que las enviara a mi habitación, pero le dije que mejor las veía en la recepción, en el fondo había dos sofás y una mesita y me parecía el sitio adecuado.

Sobre las nueve y media me llamó el recepcionista, una chica preguntaba por mí.  Al parecer había una que se había adelantado.  Tuve que bajar para empezar el trabajo, con la lógica expectación por ver qué candidatas iban a llegar.

Nunca hubiera imaginado el éxito de convocatoria que iba a tener el anuncio, no paré de entrevistar chicas desde las 9:30 hasta la una del mediodía.  Estaba abrumado.  Lo inesperado es que muchas estaban realmente preparadas, algunas traían un completo curriculum, todas habían estudiado una cosa un otra y algunas ya tenían cierta experiencia en administración o como secretarias.  En vista de que la mayoría estaban perfectamente cualificadas para el trabajo, dejé de prestarle atención a sus curriculums para escoger a la que más me interesara en función de su presencia, es decir, a la más guapa y con mejor estructura en las líneas de su cuerpo. Entre tantas chicas, difícil elección.

El promedio de edad estaría entre los 20 y los 30 años, mientras que el promedio de belleza personal era considerablemente aceptable.  Les expliqué a cada una en qué consistía el trabajo, lo esencial era dominar la legua francesa, pues habría que rellenar papeles, redactar peticiones de exportación de materiales y escribir la lista detallada de todos los productos que iba a comprar. Sólo había una condición importante a tener en cuenta, primero iría a comprar a Ambositra, el centro de la artesanía en madera en Madagascar, a unas 6 horas de viaje, y quien fuera la escogida debería estar disponible para viajar conmigo allí entre tanto realizara las compras, que sería mas o menos durante una semana.  Por supuesto el hotel y la comida estaría a mi cargo. Todas estuvieron de acuerdo sin ningún problema. Lo curioso es que entre todas las asistentes se coló un hombre, me dijo que venía en nombre de su mujer, ya que ella no había podido ir. Me dejó su curriculum diciéndome que ella podía hacer muy bien el trabajo, le expliqué que siendo casada era un problema, pues la persona que escogiera tendría que desplazarse una semana conmigo a Ambositra para comprar allí, él sin embargo no lo vió así, dijo que eso no era problema, que podía ir conmigo.  Pero tendrá hijos, ¿no?, pregunté.  Si, dos -dijo él-, pero eso no es problema, se quedan conmigo.  Lo escuché, pero realmente no entraba en mis planes ir acompañado de una mujer casada.

Por último explicaba lo que pensaba pagar por día y todas estuvieron de acuerdo, sin ser mucho, superaba ampliamente el salario local.

Tuve toda la tarde para pensarlo antes de escoger a la que más me hubiera gustado, tenía algunas preferidas en todo el lío de chicas que había visto, pero ninguna definitiva.

A la mañana siguiente el recepcionista volvió a llamarme, había una chica que venía por lo del anuncio. Le dije que eso era para el día anterior, pero de todos modos bajé, total no perdía nada por ver una más. Cuando llegué a la recepción le pregunté dónde estaba la chica. Es ésta, me dijo señalando a la que tenía al lado. La miré sorprendido.  Era tan guapa, tenía un cuerpo tan sublime, que no se me pasó por la cabeza que pudiera ser la que buscaba trabajo.  La hice acompañarme hasta los sofás del fondo, pensando que, a poco que hablara y escribiera francés, ya tenía a la chica que quería.

Se llamaba Anika y tenía 20 años.  Nos sentamos y le expliqué lo que necesitaba, al contestarme ya pude ver que hablaba correctamente francés, y me dijo que lo escribía también, enseñándome a continuación su curriculum. No tenía experiencia en el trabajo, pero había cursado estudios hasta los 18 años y después había recibido enseñanzas para trabajar como secretaria, escribía a máquina, tenía un curso de informática, y algunas otras cosas para prepararse como secretaria.  Todo perfecto, pero a mi me era suficiente con el francés.  Le expliqué las condiciones de trabajo y de salario, estuvo de acuerdo, le parecieron bien, sólo que antes de ir a Ambositra debía contar con el permiso de su madre.  La idea era partir en dos días, estar una semana en Ambositra comprando y después regresar a Antananarivo hasta terminar allí las compras,  por último visitar los diferentes ministerios parta obtener los permisos.  Quedamos que volvería al día siguiente con la respuesta.

Desde luego después de conocer a Anika ya me había olvidado de todas las demás. Era una chica preciosa, esbelta con un tipo formidable, elegante, educada, tímida. Quizá ese era uno de los rasgos más destacables de su carácter, que era una chica tímida.  No sabía cuál sería la respuesta de su madre, pero no quería pensar en ninguna otra alternativa que no fuera Anika.

Nos vimos a la misma hora del día siguiente y, por desgracia, la respuesta de la madre fue negativa.  Me quedé desencantado. Anika me dijo que por ella no había problema, quería el trabajo y podía ir, me pidió por favor que la acompañara a su casa, le había dicho a su madre que la acompañaría para ser yo directamente quien hablara con ella, seguramente en cuanto me conociera cambiaría de parecer. Fuimos a su casa sin perder tiempo.

Anika vivía en las afueras de la ciudad con su madre, sus abuelos y un hermano más pequeño, del padre no me dijo nada, seguramente se habrían separado o divorciado.  Cuando llegamos a la casa nos encontramos con algo inesperado, la madre no estaba.  Estuvimos esperándola, pero creo que se había ausentado justo para no estar en casa cuando llegáramos.  Estuve hablando con los abuelos, les expliqué a ellos en qué consistía el trabajo y por qué debíamos ir a Ambositra, les aseguré que podían estar tranquilos, que nada malo le iba a ocurrir a su nieta, que yo me responsabilizaba, incluso saqué mi pasaporte y se lo mostré para que se quedaran con mis datos.  Los abuelos lo entendían, me dijeron que por ellos estaban de acuerdo, pero que era la madre quien tenía que dar el permiso.  Y la madre no llegó.

Tuve que marcharme sin saber qué hacer, le dije a Anika que no podía esperar más, que debía partir al día siguiente.  Ella se quedó en la casa, triste, desilusionada viendo que podía perder un trabajo.  Me dijo que por favor  esperara hasta la tarde antes de tomar una decisión, volvería a pedérselo a su madre cuando llegara a casa, quizá con la ayuda de los abuelos podían convencerla. Le dije que de acuerdo, que íbamos a esperar hasta la tarde.

En realidad, antes de pedirme más tiempo para decidirme, yo ya había desechado  cualquier otra opción que no fuera Anika, por eso las horas siguientes estuve algo temeroso por la respuesta, Anika me estaba gustando demasiado.

-Mañana voy a ir a Ambositra  -dijo al encontrarnos de nuevo en el hotel Términus.

Cuando lo escuché respiré aliviado.

-¿A qué hora vamos a partir?, ¿cómo vamos a ir?  -me preguntó a continuación.

-Pues habría que salir temprano, el viaje es largo, iremos en taxi-brousse. Entonces –dije sin ocultar mi alegría-, tu madre te ha dado el permiso.

Anika no contestó.  Inclinó la vista y luego dijo que su madre seguía negándose a que trabajase para mí, y por lo tanto a que hiciera el viaje. Sin duda recelaba de que la oferta de trabajo fuera real.

-Pero yo necesito el trabajo  -dijo como para justificar su desobediencia.

-Eso quiere decir que no vas a hacer lo que te dice tu madre.

-No, ya tengo 20 años, soy mayor y no tengo por qué hacer lo que mi madre quiera.

-Si, ya eres una persona adulta, pero no desearía que por mi culpa se cree un problema entre tú y tu madre.

-No, no. No será un problema, yo lo arreglaré con ella.

 Al día siguiente después del mediodía, llegamos a Ambositra.  Nos instalamos en el hotel Colonial, el mejor entre los escasos hoteles de la ciudad, un hotel viejo y tradicional, pero con un gran encanto.  Era un hotel antiguo, de la época colonial francesa, ubicado en la parte alta del centro de la ciudad.  Nos dieron habitaciones  contiguas.  El mobiliario estaba en consonancia, de estilo clásico en maderas buenas, la cama alta, el suelo de tarima….era una romántica vuelta a los viejos tiempos.

Ese día ya no había tiempo para empezar a trabajar, pero dimos una vuelta a la ciudad para localizar las tiendas o los lugares donde vendían las artesanías de madera, todo en palisandro y palo rosa, maderas preciosas.  Así ya me hice una idea de por donde empezar al día siguiente.

En la habitación había baño, pero no había agua caliente, bajé a la recepción a decirlo, hacía frío y no podíamos ducharnos sin agua caliente.  El recepcionista me dijo que esperáramos un poco, que en seguida la señora nos iba a subir un cubo de agua caliente para cada uno.

Después de una reconfortante ducha con el agua caliente de un cubo de metal, bajamos al comedor para cenar, la comida la hicimos en el camino y no fue muy buena. El comedor era también un lugar entrañable, su estilo antiguo con los altos techos, el rústico mobiliario, los grandes ventanales de madera y sus grandes cortinajes, los camareros uniformados a la antigua usanza, reflejaban el prestigio pasado.  Sólo faltaba una cosa: los clientes para darle algo de ambiente, sólo estábamos tres mesas y cinco personas cenando.

Pedimos la recomendación del camarero, de entrante una crema de champiñones y después un guiso de cebú.

Sin nada que hacer, nos retiramos pronto a la habitación. Antes de acostarnos estuvimos hablando un rato en mi cuarto, resultaba altamente tentador, tener a Anika allí, con la aparente sumisión de quien acata cuanto le pides y la timidez revelada en su mirada.  Pero no podía permitirme cometer el error de traicionar la confianza que había puesto en mí, con las ardientes y lujuriosas ideas que corrían entre mis pensamientos. No, ya la apreciaba demasiado.
Después de desayunar nos lanzamos a la calle para empezar nuestra tarea.  Anika llevaba un bolso donde portaba un cuaderno y un bolígrafo, su herramienta de trabajo. La verdad que no era difícil encontrar las tiendas que vendían los objetos fabricados por los artesanos de los poblados cercanos a Ambositra, había una calle circular que rodeaba el centro y todas estaban allí. La única que se salía de lo convencional era la tienda de la iglesia, anexa al templo y que era necesario avisar para que la monja encargada fuera a abrir y vender los productos. Al preguntarle cómo era eso de vender allí, me explicó que la misión había organizado cursos de talla para la gente sin trabajo de las aldeas, después habían creado una cooperativa para vender lo que hacían, pero no tenían dónde, así que la iglesia les cedía ese sitio para poder exponer sus trabajos y venderlos si a alguien le interesaba.  Al decirle que era español me dijo: ¡pero si el padre que dirige la misión también es español!. Le pregunté dónde se encontraba la misión y esa misma tarde después de realizar las primeras compras, fuimos a ver al misionero. Ahora la sorpresa nos la llevamos los dos por igual, el padre Antonio no sólo era español, ¡era de Ayerbe!. 

Después de un buen rato de charla, ya al anochecer regresamos al hotel, pero antes me invitó, bueno, nos invitó a los dos, a ir a comer allí con él. Desde luego acepté la propuesta y en los días sucesivos nos volvimos a ver otras dos veces.

En el hotel repetimos el ritual del día anterior, nos duchamos con el cubo de agua caliente que nos subió la empleada, y después volvimos a vernos para bajar al restaurante.  Poco a poco Anika iba tomando confianza, pero aún no había soltado del todo su timidez.

Esta noche había cambiado los pantalones vaqueros por un vestido entallado hasta la rodilla que marcaba los perfiles de un cuerpo divino, le sentaba a la perfección. Observé que se había arreglado un poco más que el primer día. Yo, por el contrario, seguía vistiendo igual, los mismos vaqueros, la misma camisa del día anterior.

Sentados a la mesa esperando al camarero, mirándola a los ojos y sintiendo como se ruborizaba al hacerlo, me di cuenta que la compañía de Anika me agradaba cada vez más.

Al regresar a nuestras habitaciones mientras crujían los peldaños de madera al subir las escaleras, pensaba qué hacer. Prudencia o decisión, calma o acción, era el debate interior que me hacía.

Volvimos a entrar a mi cuarto antes de acostarnos a dormir. Nos sentamos a hablar un rato y aproveché para piropearla por segunda vez, viendo  como de nuevo volvía a sonrojarse.   Tuve la impresión de que no estaba acostumbrada, al menos a las galanterías, posiblemente lo estaba más a los piropos groseros. Sus ojos levemente oblicuos, sus labios ligeramente sonrientes, me decían que le gustaba oír las palabras dulces que yo le destinaba.
Finalmente se impuso la prudencia y la calma, no hice nada por miedo a equivocarme y pagar el error de mi osadía. Tenerla cerca, sentir su mirada, cualquier leve roce, eran igualmente excitante. 
Aunque la deseaba, denía sujetar mis impulsos.
La mañana siguiente amaneció lloviendo. A la hora acostumbrada bajamos al comedor a tomar el desayuno, terminamos y la lluvia no cesaba, llovía de temporal, al parecer en la costa se había iniciado un ciclón y su derivación llegaba hasta el interior. Así no se podía salir a la calle, al primer minuto hubiéramos acabado empapados.  Subimos arriba y le dije a Anika que viniera a mi habitación con el cuaderno de las compras, quería hacer un cálculo de lo que había comprado hasta entonces.  Bastaron dos minutos para hacerme la idea, después decidimos esperar a que parase de llover para salir a la calle.
        Nos asomamos a la ventana para ver llover, podíamos escuchar perfectamente la lluvia repiquetear en el tejado y ambas sensaciones transmitían un efecto bucólico que se colaba en nuestro interior.  Observamos lostejados por debajo de nuestra ventana, los árboles agitando sus ramas como resultado de la lluvia torrencial que caía sobre ellas, los riachuelos improvisados discurriendo por las calles empinadas, todo el conjunto era una visión hipnótica y relajante.

La ventana de madera pintada en color granate no era muy grande, por lo que nos vimos obligados a mirar a través de ella muy juntos.  Mientras escuchábamos a la naturaleza, nosotros permanecimos en silencio, de repente, perdí la atención en lo que sucedía fuera para darme cuenta de lo que acontecía dentro. Nuestros brazos, nuestros hombros, se rozaban, se estaban apoyando el uno contra el otro, casi sin darnos cuenta. Prácticamente estábamos pegados, nuestros rostros se encontraban tan juntos que de haber girado se habrían chocado nuestros labios. La lluvia transmitía la sensación de frío, pero el escalofrío que me recorrió el cuerpo no era de frío, sino de sentir la proximidad de Anika.

Sucedió lo que era ya inevitable, nuestras bocas se unieron. Primero fue un beso sutil, después un torrente que no cesaba de fluir de forma apasionada.

La estreché con fuerza contra mí y pude sentir la carne suave de su cuerpo bajo el vestido, nuestros cuerpos parecían enredados en un nudo imposible de deshacer. Así, sin separarnos, fuimos caminando a pasos torpes y tropezones desde la ventana hasta la cama, aún sin hacer. Nos dejamos caer en ella.

No hubo palabras entre nosotros, sólo hubo miradas que hablaban, cuerpos que se estremecían al contacto de las caricias. Encima de ella, vestidos, aplastándola con mi cuerpo para sentirla y que me sintiera, la miraba cautivado por la delicadeza que encerraba el contorno de su cuerpo y la belleza natural de su rostro de piel clara.

Anika ocultaba su timidez entre sonrisas, pero no hizo ningún gesto de oposición a las iniciativas que yo tomaba para seducirla y excitarla.  Tampoco puso ningún impedimento cuando le quité el vestido y se quedó delante de mi en ropa interior, ni cuando proseguí con suma delicadeza a despojarla de lo único que ya le quedaba a su cuerpo para quedar totalmente desnudo.

En la ausencia de palabras, mis manos y mis labios la fueron preparando con la necesaria habilidad para encontrar en su cuerpo la reacción esperada, siendo sus propios gestos y jadeos, quienes reclamaban que entrara en su cuerpo.

lunes, 9 de abril de 2012


                                                        Zimbawe




La mujer del teniente



       Bulawayo es una ciudad en la que he estado varias veces, desde la primera en que conocí a mi amigo Alen siempre me he quedado en su casa. Blanco, descendiente de ingleses, empresario, buena posición social y, sobre todo, buena persona. Una vez lo definí como “el hombre más bueno del mundo”.

En esta ocasión iba a pasar más tiempo de lo habitual, pues tenía la intención de comprar objetos de artesanía local y Bulawayo era el mejor centro de operaciones para mí, tenía un buen mercado de artesanía donde comprar y se encontraba entre Victoria Falls y Masvingo, otros dos importantes centros artesanales del país, aunque lo más interesante era poder contar con la amabilidad y la ayuda de Alen.

Alen vivía en una gran casa de estilo americano con un gran terreno alrededor, a siete kilómetros de Bulawayo, junto a ella había una casita más humilde que era la residencia de los empleados, pero que en ese momento se encontraba desocupada, por lo que me la prestó a mi para quedarme allí, con todas las comodidades de una casa normal europea.  Cuando necesitaba salir a comprar en el mercado de Bulawayo me prestaba su Toyota pick-up para cargar las piezas y llevarlas a una zona que separó para mi de su almacén.  También había otro mercado a cierta distancia de Bulawayo, por lo que igualmente me prestó su camioneta para ir hasta allí.  Ya conocía el interesante mercado de las cataratas Victoria, de manera que también tenía pensado ir hasta allí para comprar, ya habíamos acordado con Alen que podía prestarme el camión de su empresa y el chofer para conducirlo, pues necesitaba bastante más espacio de lo que podía cargar el Toyota y la distancia era de 450 km. Como deseaba llenar un contenedor y necesitaba abundante material, Alen me sugirió ir a reconocer la zona este del país en busca de otros mercados y estilos, él me prestaba su coche para ir, como desconocía si me iba a interesar, incluso desconocía los lugares exactos donde comprar, pensamos que lo mejor era ir primero a ver y, si encontraba algo que me interesaba, volver después con el camión.  Entre los dos y con un mapa del país delante, marcamos una ruta a seguir, una vez en la zona se trataba de preguntar, normalmente los mercados se hallaban junto a la carretera, en concreto en las carreteras donde transitaban los turistas sudafricanos. 

Un día antes de partir, Allen me sorprendió con otra sugerencia.

Marco –dijo-, ¿te importa que te acompañe Kathy en el viaje?.  En esa zona tengo un par de clientes y como vas a pasar cerca Kathy podría saludarlos en mi nombre.

Kathy era la esposa de una persona que trabajaba para Alen. A él no lo conocía, pero a ella sí, nos habíamos visto en la casa de Alen y habíamos hablado varias veces, una persona encantadora, sin olvidar que además era bastante guapa.

Si, si, claro, no hay problema, le respondí.

La verdad es que me sorprendió la petición, si sólo era para saludar a sus clientes, podía hacerlo yo perfectamente, incluso más sencillo, bastaba con coger el teléfono y hacerlo él mismo.

No puse ningún pero a la propuesta, tener la compañía de kathy sería agradable y haría más interesante el viaje de tres días que tenía pensado, además no podía negarme a nada que me pidiera Alen. Aunque en principio no dejaba de parecerme extraño y un poco embarazoso para mi, pues Kathy estaba casada y era obvio que íbamos a pasar tres días juntos. Tres días y tres noches.

Kathy era una mujer sudafricana de 34 años, de raza blanca, descendiente de ingleses, rubia, alta, con una figura excelente, atractiva y de un carácter encantador, y con una curiosa historia detrás de su vida.  El día en que Alen me la presentó me contó su historia, o de cómo había llegado hasta allí.

Alen tenía muchos amigos en Bulawayo, y por lo que yo mismo pude comprobar, todos lo adoraban. Entre sus amistades estaba un matrimonio igualmente de origen inglés, era la época en que Zimbawe aún se llamaba Rhodesia.  Ellos tenían un hijo muy rebelde, mal estudiante, ateo, tomaba drogas y solía hacer lo contrario de lo que sus padres le pedían. Cuando llegó a los 18 años y en vista de que no quería estudiar, cómo única forma de corregir su conducta y enderezarla, a su padre se le ocurrió alistarlo en el ejército.  El plan no era que su hijo hiciese la carrera de militar, sino que estuviera allí por un tiempo para ver si así sometían su indomable carácter.

Un año después sucedió algo que el padre no había previsto: la insurgencia se había organizado y empezó la lucha guerrillera contra el gobierno para pedir la independencia de Zimbawe. Era la guerra.  Los rebeldes, liderados por Mugabe, habían formado un partido de donde surgió el brazo armado al que llamaron Ejército de Liberación Nacional Africano de Zimbawe.  El gobierno tuvo que hacer frente a las hostilidades guerrilleras y su ejército tuvo que combatir. El hijo demostró valor y otras importantes aptitudes militares, por lo que en muy poco tiempo fue ascendido a teniente.

Un día aparentemente tranquilo se encontraba de patrulla con su destacamento en el bosque, él iba el primero, sus hombres le seguían detrás en fila india.  De repente, inesperadamente, entre los matorrales surgió la guerrilla, uno de los rebeldes se plantó frente a él y le disparó. La bala le entró por la frente y le atravesó el cerebro. Era la forma que tenía la guerrilla de atacar, aparecían de repente, por sorpresa, realizaban unos disparos y antes de que los soldados ingleses pudieran organizarse ya habían desaparecido de nuevo.

Lo dieron por muerto.

Llamaron por radio y de todos modos pidieron un helicóptero para evacuarlo. Los ingleses tenían medios y el helicóptero llegó a la posición en media hora.  Se lo llevaron.

El médico que llegó con el helicóptero también pensó que estaba muerto. No parecía tener signos de vida, aún así realizó el protocolo habitual en estos casos administrándole los auxilios de urgencia para su reanimación y tratar de estabilizarlo mientras lo llevaban al hospital. Esos primeros cuidados fueron esenciales para que pudiera recuperar la vida.

Estuvo varios días en coma, quizá semanas, no recuerdo bien, y cuando despertó se encontraba totalmente paralítico.  La bala que le había entrado en la cabeza se había llevado con ella parte de masa encefálica, pero curiosamente la cabeza le funcionaba, lo que no funcionaba era el resto del cuerpo.

El pronóstico en Zimbawe fue pesimista, los médicos le dijeron a la familia que se quedaría así para siempre.

Sus padres de todas formas no se resignaron y decidieron llevarlo a un hospital más especializado en Johanesburgo para su tratamiento. Allí les dieron alguna esperanza, pero sin garantías.  Comenzó la rehabilitación en el hospital, duró un año entero, pero el hijo recuperó parte de su movilidad, aunque sólo al cincuenta por ciento, de cintura para arriba. De cintura para abajo había quedado completamente paralítico.

Durante ese año tuvo todo el tiempo una enfermera que le estuvo ayudando con la rehabilitación. De esa relación de paciente y enfermera surgió el amor, se enamoraron.  Cuando él debía regresar a Bulawayo, Kathy le dijo que deseaba casarse con él.  Hubo presiones para que ella lo pensara bien, para que fuera consciente a lo que se enfrentaba, pero ella fue firme y decidió casarse. Así es como llegó a Bulawayo, casada con su paciente.

Alen, por su parte, además de tener una gran hacienda donde cultivaba flores para la exportación, tenía la concesión de Carterpillar, grandes máquinas para uso en la minería.  A pesar de su discapacidad física, Alen sabía que el chico era inteligente, se dio cuenta en la iglesia.  Al parecer, después de haber sido disparado, el entonces teniente no único que recordaba fue una agradable y dulce sensación, primero dentro de la oscuridad absoluta, y después viendo llegar una gran fuente de luz, como si hubiera atravesado un túnel y al fondo apareciera una luz que iba invadiéndolo todo.  Sin embargo sus compañeros lo habían dado por muerto desde el primer instante de recibir el balazo.

El hecho es que esa visión, o sensación, lo hizo cambiar por completo, de ser un ateo convencido se convirtió en fervoroso creyente, más aún, se hizo pastor protestante.  Y fue en la iglesia los domingos al oírlo hablar en sus discursos, cuando Alen se dio cuenta de que estaba perfectamente capacitado para trabajar. De modo que le ofreció trabajo.  Sólo tenía que ir a la oficina, se desplazaba en una silla de ruedas, de modo que únicamente necesitaba que alguien lo llevara hasta allí. Su trabajo en la oficina consistía en hablar con los clientes y vender las pesadas máquinas. El tiempo le dio la razón a Alen, no sólo podía hacer el trabajo, sino que se convirtió en el mejor vendedor que tenía.

De esta forma, a través de su marido y su familia, Kathy formaba también parte de las amistades de Alen.

Muchos pensaron que Kathy había cometido una locura casándose tan joven con un hombre discapacitado, inútil de cintura para abajo, y otros tantos vaticinaron que no duraría mucho junto a su marido, pero en esto se equivocaron, después de varios años casados allí seguían juntos.
Partimos por la mañana dirección a Masvingo con uno de los dos coches de Alen.  Evidentemente yo sabía toda su historia por Alen, ella no me había comentado nada y aunque ahora íbamos a estar solos en la carretera por varias horas tampoco quise ser un curioso preguntándole, no era de mi incumbencia.  De camino le expliqué el plan, íbamos directos a la ciudad, buscábamos un hotel primero y luego con tranquilidad podíamos dedicarnos a hacer el recorrido al sur donde al parecer había artesanías.  Si en un día conseguía tenerlo visto, al siguiente iríamos a Mutare a explorar en esa zona, y al tercer día en otro lugar.

En el viaje a Masvingo tardamos unas cuatro horas, la carretera estaba casi completamente desierta y tenía unas condiciones bastantes buenas para ser África, por lo que se podía ir rápido.  Antes de entrar en la ciudad y como nos caía de paso, entramos en una de las dos direcciones de clientes que Alen le había dado a Kathy para que entrara a saludarlos.  Yo entré con ella y también me uní a los saludos, realmente pensé que además de los saludos habría alguna consigna, algún otro encargo, pero no, ella sólo les dio los saludos de parte de Alen y preguntó si todo iba bien, que si había cualquier cosa no dudaran en llamarlo.

Antes de ir en busca de hotel fuimos a un restaurante para comer, se nos había hecho un poco tarde y el horario allí era estilo inglés, a las dos cerraban los restaurantes.  Masvingo era una ciudad pequeña, por lo que la oferta de hoteles también era reducida, eso a pesar de estar cerca Las Grandes Ruinas de Zimbawe, las más antiguas y grandes en el África Subsahariana. No  tardamos en encontrar uno adecuado, al llegar a la recepción tuve dudas antes de pedir habitación, no sabía si pedir una o dos. Teníamos bastante confianza, pero ella era una mujer casada. Decidí preguntarle. ¿Te parece bien si compartimos habitación?. Ella respondió con naturalizad que si, que estaba bien, por qué no.  Pedí una doble.

La habitación era sencilla pero parecía pulcra, amplia, con baño y dos camas separadas.  Suficiente.  Nos aseamos un poco, dejamos nuestras bolsas de viaje y volvimos a salir para ponernos en ruta, había dos puntos que deseaba visitar, uno de esculturas y tallas en madera, y otro en distinta dirección de las famosas esculturas Shona, bellas esculturas hechas en piedra.

Regresamos al atardecer antes de ocultarse el sol, cosa que en esta latitud sucede antes que en el continente europeo.  Teníamos que ducharnos, le dije a Kathy que pasara ella primero, pero ella me cedió a mí el privilegio diciendo que fuese yo antes, pues las mujeres solían tardar más.

Cuando terminé me quedé tumbado en la cama esperando y pensando.  Kathy me atraía y estábamos los dos solos en la misma habitación del hotel, en el silencio que me rodeaba podía escuchar el agua de la ducha cayendo, lo que inevitablemente me llevó a imaginarla bajo la ducha, desnuda, justo al otro lado de la puerta. Era una imagen incitante. Por otro lado, no podía dejar de pensar en que era una mujer casada. ¿Qué debía hacer?, ¿cómo podía actuar?, ¿debía respetar su condición de casada o debía olvidarme de eso?. Estábamos los dos solos, nadie más iba a saber nada de lo que pasara allí. Tenía un debate interno, por un lado no quería excederme, por otro no deseaba perder la oportunidad de seducirla.  Hasta ese momento nos habíamos llevado muy bien, había confianza y una innegable complicidad entre ambos, pero hasta entonces no había notado ninguna insinuación que me permitiera lanzarme sin riesgo a estrellarme contra el rechazo.

Mi cabeza no paró de dar vueltas al asunto hasta que Kathy salió de la ducha.  Llevaba enrollada en la cabeza la toalla del hotel y en el cuerpo otra más grande de su propiedad. La visión, ahora real y cercana, se me hacía cada vez más excitante.

Se colocó al lado de la otra cama y desenrolló la toalla puesta en la cabeza para secarse con ella el pelo de su melena rubia, mientras yo permanecía en silencio mirándola, estancado sobre la actitud a tomar, indeciso por la postura adecuada para ese momento ante el deseo irrefrenable de dirigirme a ella y tomarla en mis brazos, quitarle la toalla y hacerle el amor. Parecía tan simple…pero algo me impedía tomar esa decisión.

Terminó de secarse el pelo y arrojó la toalla sobre la cama.

No podía dejar de mirarla y ella lo sabía, le hice algún comentario y sonrió. En fondo estaba seguro que su forma de proceder no era casual, sino estudiada para seducirme. Y verdaderamente lo estaba consiguiendo, plenamente. 

Después sacó un bote de crema y empezó a untarse en las zonas libres de su cuerpo, brazos, piernas y parte superior del pecho y cuello. Yo empezaba a derretirme. Entonces ví la oportunidad, de una forma indirecta, me estaba dando la ocasión de probar suerte con mis deseos.

¿Quieres que te ponga crema en la espalda?, le pregunté.

Si, gracias, dijo. Y me alargó el bote para que lo cogiera.

Me incorporé de la cama y me puse de pie, no sin cierto nerviosismo.

Me puse crema en las manos y empecé a frotar en la parte superior de su espalda, pero la toalla me impedía extenderlo.

Con la toalla no puedo darte bien por todo, dije.

Ella, sin decir nada, se soltó la toalla y la dejó caer hasta la cintura, sujetándola allí, de forma que ahora toda su espalda quedaba al descubierto, su espalda y su pecho.  Yo estaba detrás, pero inclinando un poco la cabeza desde un lado podía ver perfectamente sus pechos al aire. Tragué saliva.

Aquel momento no podía ser más excitante.

Poco después de haber empezado a recorrer su espalda con mis manos, ella se giró hacia mí y entonces ya no tuve dudas, nos fundimos un cuerpo contra el otro.  El bote de crema cayó por los suelos.

La toalla duró muy poco en su cuerpo, y lo mismo puedo decir del pantalón corto que cubría el mío.  Los dos estábamos desnudos, excitados, demasiado calientes para andar ya con más prolegómenos. Nos besamos y nos mordisqueamos asiendo vehemente nuestros cuerpos, aprisionando con fruición cada parte expuesta a nuestro delirio.

 Nos tiramos encima de la cama.

Verdaderamente fue un revolcón ardiente y apasionado, sin control ni contención por alcanzar el intenso placer con el que gozábamos impetuosamente.

Fue maravilloso.

 El hotel tenía un restaurante, por lo que decidimos no salir fuera para cenar.  Los dos deseábamos perder el menor tiempo posible para regresar de nuevo a la habitación. Bromeamos con el hecho de haber pedido una habitación con dos camas, arrepentidos de la estúpida decisión.  Pero se me ocurrió la forma que podíamos remediarlo: quitamos los colchones de las camas y los colocamos juntos en el suelo.  Quedó perfecto, ahora teníamos una sola cama, y resistente, al ímpetu de la pasión que se pronosticaba para esa noche.

Siempre he tenido el convencimiento de que aquel viaje de Kathy no fue fruto de la casualidad, ni de la necesidad de Alen por saludar a sus clientes, sino un acuerdo al que habían llegado entre Kathy y su marido, para el que habían solicitado la colaboración de nuestro amigo Alen.




















 

viernes, 6 de abril de 2012

Zimbawe





Tren Bulawayo-Harare



Había pasado varios días en Bulawayo en casa de mi querido amigo Allen, un blanco residente allí de origen inglés, ahora tocaba viajar a Madagascar y debía ir a la capital Harare para tomar allí el avión.  Después regresaría de nuevo a Bulawayo.
El trayecto tendría poco más de 500 kilómetros, pero el tren era muy lento y tardaba en llegar unas doce horas.  La salida era temprano por la mañana y el tren, como los demás, era una reliquia del periodo colonial, todo de madera por fuera y por dentro, con compartimentos independientes para seis personas.  La verdad que tenía su encanto, además estaba bien cuidado, por aquella época aún no se había desatado la locura del presidente Mugabe y la economía del país estaba entre las mejores de África. El presidente todavía no había dilapidado la herencia de los ingleses.
Subí con la mochila a la espalda y el billete en mano, cuando entré en mi compartimento sólo había un ocupante, una chica muy joven y guapa, mulata, o, como los llamaban allí, “colour”.  Era la forma con significado despectivo con que denominaban los zimbawenses a las personas que tenían sangre inglesa, es decir, descendientes de padre o madre blanco.
El tren arrancó y no subió nadie más en nuestro compartimento, de momento íbamos a ir solos.  Cerramos la puerta acristalada y entramos en conversación, la chica era agradable, simpática y bastante joven, posiblemente por debajo de los 18.  Todo un bomboncito.
Los kilómetros pasaban y en el compartimento no entró nadie más, salvo el revisor del tren.  Ciertamente había paradas en el camino y subía gente, pero ya en la primera parada pude darme cuenta que los pasajeros subían sin número de asiento, por lo que iban buscando compartimento a compartimento donde hubiera sitio libre.  Se me ocurrió una idea para tratar de seguir viajando solos, la verdad que cada vez nos encontrábamos más a gusto los dos y no deseaba que extraños rompieran aquella magia que flotaba en el compartimento, de modo que de común acuerdo, cada vez que el tren paraba en un lugar echábamos el cerrojo de la puerta y corríamos las cortinas. No falló, algunos empujaban la puerta, pero al ver que se encontraba cerrada y no podían ver nada en el interior, proseguían su camino hacia otro compartimento.
Creo que el ser cómplices de este hecho, el mantenernos en silencio y ver que nuestra treta funcionaba cuando parábamos en una estación, nos proporcionó los primeros momentos excitantes del viaje.  Es cierto que un rato después de arrancar venía el revisor, quien al encontrarse la puerta cerrada llamaba a la puerta, entonces yo descorría la cortina y él veía que continuábamos sólo nosotros dos, de manera que no decía nada y seguía el camino por el pasillo.

Esta pequeña trampa nos ponía algo eufóricos cada vez que la practicábamos y nos daba el resultado deseado, y tanto nos gustó, que ya permanecimos todo el tiempo cerrados por dentro y con las cortinas echadas, de forma que se podía decir teníamos nuestra propia intimidad.  Desde luego era una sensación hermosa, los dos solos, aislados de la gente y con la ventana ofreciéndonos imágenes en movimiento. Hubiera podido seguir así dando la vuelta al país entero.
No sé en qué momento, pero de forma espontánea nuestras bocas se unieron.  Se unieron y ya no querían separarse.
Teníamos el compartimento para nosotros solos y el mundo en silencio ahí fuera transmitiéndonos bellas imágenes, y recostada sobre mí la tenía a ella, una criatura tierna, dulce y hermosa, de piel suave color canela, no podía haber imaginado viaje más romántico.
Con ella en mis brazos le pregunté cuántos años tenía. Dieciocho, me dijo. ¿De verdad?, pregunté, pues yo la veía muy joven, le dije que quizá tenía menos y se estaba poniendo más edad. No, no, tengo los dieciocho, aseguró. Su edad era el único obstáculo que yo veía, aún parecía casi una niña.
Intentó convencerme con sus argumentos de que ya era una chica mayor, tenía sus estudios y su independencia, ahora mismo estaba viajando sola hasta Harare para ir a la casa de una tía. La verdad que si en apariencia su imagen transmitía una tierna juventud, con su cerebro demostraba que era lo suficientemente adulta.  Podía haberle pedido su tarjeta de identidad para tener la certeza, pero no estaba bien mostrarle desconfianza.
Me olvidé de la edad y volvimos a los besos, las caricias, los arrumacos. 
No opuso ninguna resistencia a ninguna de las manifestaciones de cariño que mis besos y mis manos le ofrecían, se entregaba a ellos con los ojos cerrados, dejando que yo fuera el timonel en aquella aventura que habíamos emprendido.

Antes de proseguir, me levanté un momento y eché mano a la mochila, cogí una tela tipo pareo y la coloqué sobre el alargado asiento de escay para cubrirlo, y volví a los menesteres sin perder tiempo.  Ella se acostó sobre el pareo, yo la besé suavemente en los labios, en la oreja y en el cuello debajo de ella, sintiendo como se estremecía. Ella no hacía nada, sólo me miraba y a veces, cuando mis labios o mis dedos jugaban en su cuerpo, cerraba los ojos exhalando un leve suspiro.
Le subí la camiseta a través del cuerpo y ella dócilmente se incorporó estirando los brazos para que yo se la sacara del cuerpo.  Sus bonitos y erguidos senos quedaron al descubierto, qué hermosura, me dije, sin poder reprimir el deseo de cogerlos y acariciarlos con mi mano.
Yo también me despojé de la camiseta y me coloqué encima de ella, parecía tan frágil, tan delicada, tan increíblemente mía, que ahora fui yo quien suspiró.  Besé sus pechos y mi lengua jugueteó con sus pezones, fascinado al sentir como se retorcía y gemía ligeramente debajo de mí.
Desabotoné sus vaqueros y fui tirando de ellos hacia abajo hasta sacarlos por completo, dejando su cuerpo cubierto solamente por unas finas braguitas blancas.  Ahora tú, me dijo.  Y yo obedecí encantado sus órdenes.
Ya estábamos los dos por igual, ella había dejado que yo tomara la iniciativa, que la cubriera con mis caricias, sin embargo no había recibido la misma respuesta de su parte, aunque ciertamente no era nada necesario para estar igualmente excitado, sólo con tenerla allí, con mirarla y poder acariciarla, mis sensaciones se ponían en órbita.  Al ver el exagerado bulto que sobresalía del calzonzillo se rió. Estaba más empalmado que un burro.
Posé mi mano sobre su sexo encima de su braguita, froté arriba y abajo para excitarla y luego me coloqué encima para que sintiera el bulto oprimiendo encima de su sexo. Volví a frotar encima con la polla dura como un palo, suavemente.
Lo hacía todo sin ninguna prisa, disfrutando del deleite que suponía tenerla allí y queriendo alargar lo más posible ese momento único, sin ser realmente consciente de donde nos encontrábamos.  El constante vaivén del tren, el sonido de las ruedas metálicas rozando en los raíles, el run run pausado de la marcha, lo hacía todo aún más fascinante.
Tiré hacia debajo de sus braguitas, que fueron deslizándose a través de sus delicadas piernas hasta desaparecer por los pies.  Ahora tú, dijo ella. Si, mi pequeña princesa, ahora yo, le dije.
Volví a tenderme sobre su cuerpo con suavidad, palpando su sexo con mi mano, frotando en su clítoris para aumentar su estimulación, aunque realmente le ocurría como a mí, imposible estar ya más estimulado, más excitado.  Introduje un dedo en su sexo, jugué en su interior con él, todo estaba a punto, su vagina chorreaba.
Separé un poco sus piernas y mi pene buscó con ansia la entrada del sabroso majar que lo esperaba, hizo varios intentos, pero por fin encontró el camino adecuado y penetró sin resistencia hasta el fondo.

Estuvimos haciendo el amor hasta que notamos la disminución de la marcha y los chirridos de las ruedas anunciaban la llegada a una nueva estación. Ni idea de dónde estábamos, ni idea de cuánto faltaba para Harare, pero había que vestirse rápido otra vez pues la gente pronto empezaría a subir al tren.

Llegamos a Harare a última hora de la tarde, poco antes del anochecer. Yo tenía que ir al hotel y la chica a la casa de su tía, pero dijo que iría más tarde y me acompañó hasta el hotel. Como no estaba lejos, unos 15 minutos, fuimos a pie. Entramos los dos en la recepción y pedí la habitación, ya con las llaves en al mano ella me dijo si quería que se quedase conmigo hasta el día siguiente.  Si, por supuesto quería que se hubiese quedado conmigo esa noche, pero no podía quitarme de la cabeza su edad, si realmente tendría los 18 o todavía no.  Si no los tenía, podía meterme en un buen lío si ocurría algo inesperado.  Le dije que era mejor que fuese a la casa de su tía, que la estaría esperando y si no llegaba se iba a preocupar.  Dijo que no había problema, la podía llamar desde el hotel para decirle que iría al día siguiente.  Pero entonces qué excusa le iba a dar, ¿qué iba a quedarse con un extranjero en su hotel?.  Realmente la sugerencia era altamente tentadora, pero temí que pudiera haber alguna complicación, cualquiera sabe, no conocía de nada a aquella chica, quizá su tía, cualquier otra persona, la policía, podía presentarse allí en el hotel a buscarla y verme envuelto en una serio problema.
A pesar de no estar de acuerdo con mi propia decisión, le dije que prefería que fuese con su tía, ella, tal como hizo durante todo el tiempo del viaje, asintió aceptando mi deseo.  Como ella solo iba a estar dos semanas en Harare y yo un mes en Madagascar, le dije que si quería podíamos vernos en mi regreso a Bulawayo.  Admitió la propuesta y me escribió en un papel su dirección y teléfono, quedamos que en cuanto llegara a Bulawayo la llamaría.
Dudé en pedirle que subiera antes a la habitación para despedirnos allí de una manera más íntima, pero si lo hacíamos sabía que la cosa se podía enredar.  La vi alejarse con cierta melancolía, tan solo había pasado unas horas con ella,  pero no había traspasado la puerta de salida del hotel y ya la estaba echando de menos.







martes, 3 de abril de 2012

Vuelo a la gloria





Era mi primer vuelo a Singapur, subí al avión de Royal Jordania en Madrid, teníamos que hacer escala en Amán y luego proseguir hasta Singapur.
Fui andando por el pasillo con la tarjeta de embarque en la mano, contando las filas hasta que llegué a la mía, miré a derecha e izquierda para localizar la letra que me correspondía, los tres asientos de la derecha estaban vacíos, pero no, no estaba allí mi sitio, miré a la izquierda y el primer asiento del pasillo estaba libre, ese era el mío. Los otros tres asientos de la fila estaban ya ocupados por tres personas, un matrimonio y su hija, que casualmente se encontraba junto a mi asiento.  Saludé.
Coloqué mi mochila en el compartimento superior y a continuación tome posesión de mi sitio. Inevitablemente la vista se me fue un poco más allá, justo hasta las preciosas piernas de la chica que ocupada el asiento de al lado y que iba a ser mi vecina de vuelo. ¡Qué piernas!, pensé. Llevaba un vestido negro algo ajustado que al sentarse se le había subido dejando al descubierto parte de sus suaves extremidades. Su vestido negro hacía un bonito contraste con sus blancas y delicadas piernas.  ¡Qué suerte!, pensé después de acomodarme volviendo a mirar de frente pero con el pensamiento clavado en aquellas piernas.
En seguida entablé conversación con los tres, las preguntas clásicas de qué tal, dónde vas o dónde has estado, ellos eran australianos que regresaban a su país después de pasar las vacaciones en España.  La hija, mi vecina, tendría unos veinte años, o quizá menos. 
Una vez que el avión despegó y nos pusimos en ruta, aunque los padres parecían simpáticos, su hija y yo desestimamos que siguieran formando parte de la conversación y nos centramos en nosotros dos.  La chica era un encanto y no tardó en surgir una espontánea confianza entre nosotros.  Cuanto más la miraba más guapa me parecía. Para tener un poco más de intimidad en nuestra conversación, ella estaba girada hacia mi y yo hacia ella, de forma que su rodilla izquierda se chocaba con mi rodilla derecha, con los rostros inclinados y nuestras mejillas casi rozándose.  ¡Dios, qué calor ascendía por mi cuerpo!.
La hora de la cena rompió aquellos mágicos momentos.

Llegamos a Amán a última hora de la tarde, ya de noche. Tuvimos que pasar a la zona de tránsito e ir a los mostradores para sacar la tarjeta de embarque a Singapur.  Como presentamos los cuatro pasaportes a la vez, nos dieron los cuatro asientos juntos.  Luego sólo quedaba esperar. Había una especie de camillas verdes y cada uno escogió una para tumbarse a descansar, bueno, menos la chica y yo que nos sentamos juntos en una de ellas.
Volvimos a abordar el nuevo avión, el despegue debía ser alrededor de las doce de la noche.  Nos habían dado una fila central a la mitad del avión. Cuando ya estaba a bordo todo el mundo, nos fijamos que varias filas de la parte trasera iban completamente vacías.  La chica y yo nos miramos, los dos estábamos pensando en lo mismo. ¿Vamos a la parte de atrás?, fue la pregunta, aunque en realidad no recuerdo quién de los dos fue el que la hizo.  Ella se lo dijo a sus padres, que nos cambiábamos a la parte trasera para ir más anchos, aunque verdaderamente era para todo lo contrario.
Nos fuimos a una de las últimas filas, nadie a nuestro alrededor, completamente solos. Nos miramos y sonreímos de felicidad.
Tomamos los tres asientos de la parte izquierda y después de despegar, alcanzada la altura de vuelo y liberados del cinturón, le pedimos a la azafata una manta.  Las luces se apagaron poco después. Nosotros levantamos los reposabrazos para que no molestaran y nos acercamos un poco más, tocando nuestros hombros.  Nos miramos en la penumbra, no necesitábamos decirnos nada para saber lo que ambos estábamos deseando, nuestros labios se chocaron, primero con suavidad, después con la avidez de querer saciar la espera que había mantenido aplazado ese momento.
Nuestros cuerpos se retorcían el uno sobre el otro ajenos al lugar donde nos encontrábamos, ajenos a todo, contagiados por el ardiente delirio  que zumbaba en nuestros sentidos.
Nuestras bocas combatían con besos apasionados y movimientos impetuosos, una de mis manos atrapaba sus piernas suaves y tersas, ascendiendo por sus muslos ansiosa por llegar a la zona más caliente entre sus ingles. La otra trepaba por los contornos de su cuerpo, acariciaba su cuello o se introducía en su escote.  Aquellos ocultos y deliciosos pechos que ahora podía agarrar con mi mano. 
Cuando por fin mi mano izquierda pudo meterse, no sin cierta dificultad, bajo su braguita y mi dedo anular se introdujo en la humedad de su coño, ella se detuvo, rehizo un poco su postura y dijo: ¡wait!, espera. Levantó un poco el culo del asiento y estiró de sus bragas para sacarlas.  El camino quedaba libre.  A continuación cogió la manta que nos habían dado y la colocó sobre los dos, una vez bajo la manta se subió el vestido hasta la cintura y se colocó de lado dándome la espalda girándose hacia la ventanilla. Mientras ella hacía esto yo desabrochaba el cinturón y los botones de mi pantalón, tirando de él y de los calzoncillos hacia abajo.
Palpé su redondeado trasero igual que un ciego palparía un objeto para reconocerlo, mi mano se abrió paso entre sus nalgas para llegar hasta la vagina, acariciar su clítoris e introducir de nuevo mi dedo en la profundidad de su coño.  Ella gemía levemente, lo que a mi me ponía más cachondo de lo que ya estaba. Mi otra mano se introducía por debajo de su brazo para llegar a sus pechos, desabotonando primero la parte superior de su vestido y así poder agarrarlos con facilidad.  Luego cambié mi mano izquierda y en lugar de frotar desde atrás, la pasé por encima de su cadera y la introduje por delante.  Ella se retorció un poco más, aplastando su culo contra mi polla dura. Ya no podíamos esperar más. Separé un poco sus piernas, acomodé la posición de sus nalgas y metí la polla entre ellas buscando la hendidura de su mojado coño.  Al encontrarla, empujé y la polla se hundió con suavidad.
Seguí sin parar empujando contra sus nalgas, sujetándola por su cadera y de sus pechos de las delirantes embestidas que mi ímpetu le proporcionaba. La manta se fue al suelo, quise cogerla pero se me escapó, mejor, así podía verla desde atrás todo lo que la oscuridad me dejaba, tal vez alguna azafata estaba mirando, pero qué más daba. 
Mis furiosas acometidas se aceleraron presagiando el clímax que llegaba, ella también aumentó sus gemidos ahogados, reprimiendo los gritos de placer que querían salir de su garganta.  Nos corrimos, el orgasmo fue grande y especialmente delicioso.  Las sacudidas que había producido nuestra agitación se aplacaron dejando en el silencio y la oscuridad el único sonido de nuestra respiración jadeante.

Ella recogió la manta del suelo y me la dio para que la colocara de nuevo sobre nosotros.  Continuamos así, pegados el uno contra el otro, en la misma posición, descansando y recuperando fuerzas para el próximo polvo.