jueves, 31 de mayo de 2012

Madagascar




El collar de plata



Estaba en Tamatave, conocida oficialmente desde la descolonización como Toamasina, en la costa este de Madagascar.  Es una ciudad tropical, la segunda del país en población, y contaba con el único puerto comercial, era el punto donde entraban o salían todas las mercancías del país.  Era una ciudad calurosa, pero los árboles que poblaban la ciudad y la abundante vegetación mitigaban el calor dando sombra en las calles. Me agradaba Tamatave. Tenía una playa inmensa, casi siempre vacía, salvo los domingos, cuando la gente iba allí no a bañarse, sino a pasear, aunque la playa más bonita e idílica se encontraba unos pocos kilómetros más al norte, desierta incluso en domingos, pues no había transporte para ir hasta allí, a lo sumo quienes iban eran los “vazaha” (blancos) residentes en la ciudad.  La verdad que no había mucho que hacer, Tamatave tenía pocos atractivos en si misma, era una ciudad corriente donde la mayor parte de la gente vivía en los suburbios de sencillas casas de madera.
Tamatave

El centro tenía los edificios coloniales, algunos eran bonitos, pero las cosas con cierto interés podían verse en una sola mañana.  El principal punto de atracción para mí se encontraba en el mercado principal, en plena calle como todos en Madagascar, y en los suburbios, donde uno podía estar en contacto con la gente y observar la vida cotidiana.  De manera que pasear, hablar con la gente, explorar en los lugares donde latía la vida, era mi principal pasatiempo hasta que llegaba la noche, cuando después de cenar era la hora de ir a la discoteca, había un par de ellas y las dos muy cerca del hotel donde estaba.

Una de esas mañanas, paseando por un sector de la ciudad, una chica se acercó a mí.  Me saludó cordialmente y me detuve a escucharla, era una chica atractiva, de buen tipo, alta, educada, no parecía la típica chica de discoteca. No sabía lo que quería, como no era normal que una chica le parase a uno caminando en la calle, no imaginaba qué podía querer.  Llevaba un bolso, algo poco frecuente, pues en Madagascar sólo se lleva bolso o cesta cuando se va a comprar al mercado, es decir, sólo las chicas de clase alta suelen usar este complemento, aunque la chica no parecía de esa clase social, sino a la que pertenecía la gran mayoría.  Metió la mano en el bolso y sacó un collar.  Se trataba de un viejo collar de plata, probablemente perteneciente a la familia.  Me lo mostró y me preguntó si quería comprarlo.

Me sorprendió un poco, no esperaba una oferta de este tipo.  No tenía el menor interés por comprar nada, de forma que podía haberle dicho que no me interesaba y seguir mi camino, es lo que suelo hacer con los vendedores callejeros de cualquier lugar cuando me asaltan en la calle con sus variados productos, pero esta vez era diferente, la vendedora era una chica y estaba realmente bien.  Tomé en collar en mi mano y lo observé fingiendo cierto interés, pero en realidad sólo me interesaba mantener un poco de conversación con ella.  Le pregunté por qué lo vendía, ella me contestó: “j´ai besoin d´argent”, es decir, dijo que necesitaba el dinero.
Calle alejada del centro

Me quedé pensativo, el collar no me interesaba, pero tampoco quería decirle que no y marcharme. 

No sé que puedo hacer con él, le dije a modo de excusa.  Ella contestó que podía regalárselo a alguien, una amiga, una novia, mi madre…es de plata auténtica, señaló. 

Yo miraba el collar y la miraba a ella, pensativo. 

Mire, insistía ella, es muy bonito, y no es caro. Así tuve que preguntarle por cuanto lo vendía.  Me dijo el precio, era un precio razonable, se puede decir que era barato, pero realmente para qué lo quería yo, y así se lo dije.  El collar es bonito, es de plata, y yo necesito el dinero, es una buena compra y además me ayuda a mí.

 La verdad que era bueno su argumento.  Empezaba a convencerme.

Finalmente me mostré más decidido a comprarlo, de hecho le dije que podía comprárselo, pero había un inconveniente: no llevaba encima el dinero suficiente.

Naturalmente esto no suponía para ella ningún problema, podíamos vernos más tarde en algún lugar cuando tuviera el dinero, expuso como solución.

 Entonces, le dije, si quieres pasarte por mi hotel, te puedo dar el dinero allí.

 Ella estuvo de acuerdo, sólo preguntó en qué hotel estaba y a qué hora quería que fuese.  Me hospedaba en el hotel La Plage, en el Boulevard de la Liberación, tanto la calle como el hotel muy conocidos en la ciudad, le pregunté si le iba bien después del mediodía, a las tres de la tarde.  Ella respondió que si, de modo que le dí el número de  mi habitación y nos despedimos hasta la tarde.



Intencionadamente, le había mentido en una cosa: no era cierto que no llevara encima el dinero suficiente, lo llevaba.  No tenía interés por el collar, sin embargo si que me interesaba volver a ver a la chica, de modo que el collar podía servirme de excusa para verla de nuevo, y además en la habitación de mi hotel, un lugar mucho más privado que en plena calle.

Continué divagando por la ciudad hasta la hora de comer, a eso de la una del mediodía. Después me fui caminando tranquilamente hasta mi hotel.  El hotel La Plage era un hotel de la época colonial y su dueño un anciano francés, aunque ahora ya estaba algo descuidado y necesitaba una renovación, en otra época debió gozar de cierto esplendor, de todas maneras aún conservaba el encanto de lo antiguo, un edificio sólido, de bonito diseño, grandes ventanales, altos techos, espaciosas habitaciones…
Suburbios

A las tres de la tarde, puntualmente, la chica llamó en la puerta de mi habitación.  La hice pasar y la invité a sentarse.  La habitación era muy amplia, además de los muebles usuales, tenía también dos confortables sillones de madera con la tapicería en verde oscuro y una mesa baja.  Después de hablar un poco, la chica sacó el collar y lo dejó en la mesa.  Eso significaba que debíamos ir al tema de la compra. Me levanté, busqué el dinero que me había dicho y se lo di.  Seguramente podía haber discutido el precio, incluso ella debía esperar que yo quisiera negociarlo para sacarlo por un precio más bajo, en Madagascar todos los precios se negocian, pero conociendo el motivo que la obligaba a venderlo, moralmente no me parecía oportuno.  Ella me dio las gracias con gesto agradecido, y lo guardó en el bolso.

Olvidamos el collar y seguimos hablando de otras cosas, habíamos adquirido cierta confianza y podía permitirme entrar en el terreno personal, no estaba casada ni tampoco tenía novio.  Le dije que me costaba creerlo. Ella aseguró que era verdad.  En realidad la creía, sólo era para hacer más énfasis en que resultaba extraño siendo una chica tan atractiva. Así que empecé a halagarla.  En principio ella se mostraba tímida, sonreía a mis halagos, inclinaba la vista en sentido de humildad, pero luego también se mostró interesada por mi, me preguntó si tenía novia, y por qué no la tenía cuando le dije que no. Quizá para corresponder a mis halagos, ella también se atrevió a lanzarme algún piropo.  Poco a poco, la confianza iba creciendo.

Acerqué mi sillón junto al suyo para poder estar más cerca.  Aunque no se lo decía expresamente, intentaba mostrarle que me gustaba.  En esto no había mentira, era real, me estaba gustando, más incluso de lo que ya me había atraído por la mañana.  Me gustaba su actitud, su sencillez y humildad, la forma profunda de mirar o el modo de entornar sus párpados cuando le regalaba alguna lisonja a sus oídos, y sobre todo me gustaba ella, tal cual era, su rostro, su cuerpo, su sonrisa cuando notaba alguna de mis ocultas intenciones. 

El hecho de tener los sillones casi pegados me permitía estar muy cerca de ella, en un momento de la conversación me aventuré a cogerle la mano y ella no hizo nada por rechazarla, la tomó y ese contacto tan simple sirvió para activar un poco más fuerte la emoción que ya sentía al estar a su lado.  Debía reconocer que el simple roce de mi mano con la suya  elevaba un poco más el acaloramiento que transmitía su presencia.  Llevaba puesto un vestido, no era ceñido, ni siquiera bonito, pero podía imaginar perfectamente el hermoso cuerpo que tapaba.
Familia en los suburbios

La cercanía había llevado al roce, y roce inevitablemente había llevado a la excitación. Le dije que podíamos acostarnos la siesta, que estaríamos mejor tumbados en la cama.  Ella volvió a sonreír, mientras negaba con la cabeza.  Viendo mis intenciones, podía haberse levantado y marcharse, ya tenía lo que quería, sin embargo, continuaba allí.  Eso me dio cierta confianza para seguir insistiendo, pero ella siguió negándose. Esta pequeña discrepancia me permitió aproximarme más a ella, juguetear con las manos, estimular su deseo para que dejara de resistirse.  Inesperadamente, ella me sugirió una alternativa.  Me dijo que le gustaría ducharse. Me quedé un poco sorprendido, pero encantado con la sugerencia. 

De acuerdo, dije, pero nos duchamos juntos.  Ella simplemente asintió con un gesto.

Se quitó el vestido con naturalidad y lo dejó sobre el sillón en el que había estado sentada.  La predicción de lo que podía esperar fue acertada, sin el vestido que lo cubría, se reveló de una forma mucho más evidente el espléndido cuerpo que poseía.  Era macizo, armonioso, bello, deslumbrante.  Además era natural, se notaba que estaba poco cuidado, que su piel no estaba tonificada con los clásicos productos de belleza femeninos, tampoco llevaba una gota de pintura o de cosméticos que pudiera realzar la hermosura innata con que la naturaleza la había proveído.

Yo empecé quitándome la camiseta, cuando lo hice ella ya se había sacado el sujetador, dejando al descubierto sus preciosos senos, bien erguidos y redondeados, igualmente sin rastro de cirugía o de elementos artificiales que los realzaran. Como todo lo demás, eran auténticos, simple patrimonio personal. 

El entusiasmo avanzaba veloz por mis sentidos.

Me quité los pantalones apresuradamente.  Para entonces ella ya se había quitado las bragas, al igual que el sujetador, nada sexys, aunque no le hacía falta, su cuerpo era lo realmente sexy y provocador.  Al verlo denudo por completo me quedé fascinado. No pude dejar de pensar que la naturaleza había construido una bella obra de arte.

Sin perder tiempo se dirigió al baño, tuve que quitarme y tirar los calzoncillos sobre la marcha para seguir detrás de ella.

El baño del hotel La Plage era inusual, entre la cabecera de la cama y la pared de la entrada habían colocado un habitáculo de cuatro paredes sin cerrar, a una altura de aproximadamente mi cabeza, es decir, estaba abierto, sin techo, y tampoco tenía puerta, la entrada era libre. Dentro si contenía lo habitual, las paredes eran de azulejos color beige, con un lavabo, un water y una amplia ducha que caía sobre el propio suelo. 

Nos metimos bajo el agua.  A continuación cogí el bote de gel y le pedí que me dejara enjabonarla.  Empecé por la espalda, después le di la vuelta y puse más jabón en su torso, lo extendí con mis manos en movimientos circulares, ascendí a su cuello y lo rodeé con mis manos  frotando sobre él, después volví a descender y cogí sus pechos, los froté con mis manos más suavemente, masajeándolos, gozando de tener en mis manos aquellas primorosas tetas.  Luego fui descendiendo hasta llegar a su coño, lo enjaboné bien, froté mi mano sobre él, arriba y abajo, introduje mis dedos, bajé a sus inglés, a sus muslos, volví a su coño,  deleitándome con la sensación del suave y caliente tacto en esa parte.

Ahora yo, dijo ella.  Y tomó el bote de gel, se puso en sus manos y lo extendió sobre mi pecho.  Frotó primero por mi pecho, en mi cuello,  en la espalda, igual que había hecho yo, y luego, tal como también hice yo, fue descendiendo.  Enjabonó mi pelvis en movimientos circulares, rozó sin querer (o queriendo) mi pene, que hacía tiempo se encontraba altamente sensibilizado, y se levantó como un resorte, quedándose duro y tieso.  Al notarlo le hizo gracia.  Noté que le gustaba el efecto que su desnuda presencia y el roce de su mano provocaban en mí.  Ella tampoco pudo resistirse, lo agarró y comenzó a frotar mi pene.  Yo empezaba a salirme de gozo, la excitación había llegado al punto más alto.
Casas en los suburbios

Imposible quedarme quieto.

Ella me había agarrado el pene situándose de medio lado, como no queriendo mirar la explosión que estaba a punto de provocar.  Puse mis manos en su cintura, volví a masajear su cuerpo bajando a su firme trasero, cogiéndolo en mis manos,  con las dos, extasiado.  Introduje mi mano en su coño pasándola por debajo de sus nalgas, estaba caliente, lo notaba. Ya no podía aguantar más.

La situé en posición, de espaldas a mi, separé sus nalgas para abrir el camino, me pegué a ella por detrás con mi pene erecto y traté de introducirlo en su coño por detrás.  Fue un pinchazo a ciegas que no consiguió su objetivo.  Ella, al sentir mi pene intentando abrirse paso para penetrar en la delicia de su coño, exclamó algo, dio media vuelta y salió corriendo del baño.

La verdad que no esperaba esa reacción, me dejó sólo y completamente empalmado.

Por supuesto no me quedé en el baño, salí corriendo detrás de ella.  Empezamos a perseguirnos alrededor de la cama y del habitáculo del baño, riendo y gritando, sobre todo por los resbalones y el temor a rompernos la crisma.  Por suerte pude atraparla antes de caer al suelo por un resbalón.  Le dije que no podía correr así enjabonada, se iba a resbalar y podía hacerse daño.  La había abrazado para sujetarla, nos quedamos así un momento, pegados los cuerpos desnudos y húmedos, piel contra piel.  Ella no hizo nada por despegarse de mí, nuestros cuerpos estaban agitados, los corazones latiendo aceleradamente. Le hablé al oído, el francés es una legua muy sensual cuando se susurra al oído, besé su cuello, su mejilla, sus labios.  Nos besamos, con suavidad y ternura al principio, pero con ardiente pasión después.

La hice entrar al baño de nuevo, había que aclararse el cuerpo. 

La excitación no se había rebajado en absoluto, permanecía conmigo en toda su amplitud. Inevitablemente, al colocar mis manos de nuevo en su cuerpo, al acariciarlo, al deslizarse alrededor de sus pechos, en la abertura de su sexo húmedo por su propia excitación, no pude refrenarme más y volví a dar rienda suelta a mis deseos desbocados.  Esta vez la preparé más para que no se sorprendiera con mi intención de penetrarla, me situé de nuevo detrás de ella, le indiqué con mis gestos cómo quería que se colocara, y esta vez reaccionó con sumisión, sin oponer resistencia, acomodándose a mis deseos.  Ahora pude penetrar desde atrás plenamente, hasta el fondo de su jugoso sexo.  Fue el éxtasis.  Empezó a gemir y eso me hizo darle con más fuerza desde atrás, intensificando las acometidas, hasta que un fabuloso orgasmo agotó todas mis fuerzas.



Después de este desgaste necesitábamos un poco de relajación y nos fuimos a la cama, tiré las sábanas hacia atrás y nos tumbamos encima.  Había sido un momento sublime y ahora con la tranquilidad de la misión cumplida, sólo quedaba saborearlo en silencio.  Coloqué mi brazo por detrás de su cuello y ella se acurrucó sobre mi pecho.

Se marchó a las seis de la tarde, pronto se haría de noche y debía regresar a su casa.  Antes de marcharse le devolví el collar para que siguiera conservándolo, luego, en la puerta de la habitación cuando nos despedíamos, sonriendo le dije que si pensaba en volver a vender el collar, yo quería tener la opción de recompra.








jueves, 24 de mayo de 2012

Canadá






La mujer de mi jefe





Estaba en mi segundo año en Montreal, mi segundo invierno. Trabajaba en una pequeña empresa donde mi jefe era el primero en estar al frente supervisando el trabajo, también conocía a su mujer, pues solía venir de vez en cuando para realizar trabajos en la oficina.  También era mi segundo año en la empresa, por suerte después del verano decidí cambiar de apartamento e irme a vivir a uno que se encontrara cerca de mi trabajo, ahora sólo tenía diez minutos a pie, cuando antes tenía más de una hora de autobús. 

En pleno invierno solía nevar unas cinco veces por semana, a veces sólo unos centímetros, pero a veces hasta más de un metro en sólo unas horas.  Suerte que los quitanieves pasaban constantemente en las calles y que detrás de ellos los camiones del ayuntamiento se encargaban de recogerla y llevársela, de lo contrario hubiera sido imposible circular o andar en las calles.

Para mejorar mi francés había tomado el tercer curso nocturno, como había cambiado de barrio también tuve que cambiar de colegio, a diferencia del anterior que era una escuela pública que en la noche se abría para dar clase de francés a adultos, esta vez era un gran centro cívico-cultural donde se desarrollaban muchos y diferentes cursos patrocinados por el ayuntamiento.  Los había de todas clases.

Había iniciado mi curso después de la Navidad, es decir estábamos en pleno invierno. Naturalmente todos mis compañeros eran nuevos, la mayoría suramericanos y algún asiático, al igual que los cursos anteriores.  La sorpresa fue que, al primer día de clase a la hora del “break”, cuando fui a la cafetería me encontré con la mujer de mi jefe.  También ella había empezado un curso de algo.  La verdad que hasta entonces habíamos hablado poco, yo la veía en el trabajo a menudo, pero era la mujer del jefe y tan apenas cruzábamos alguna palabra más allá de un saludo. Ahora, al encontrarnos allí, después de la mutua sorpresa del encuentro, nos sentamos juntos a tomar un café. 

Pronto se estableció una cierta confianza entre nosotros, de manera que no tardé en dejar de verla como la mujer de mi jefe para verla una compañera más en aquel centro cultural.

Debía tener entre los treinta y seis y treinta y ocho años, quizá unos diez menos que mi jefe, pero unos trece o quince más que yo.  Era rubia, de estatura media, muy guapa, de un cuerpo escultural y siempre vestía muy bien, se podía decir que conocía su belleza y trataba de potenciarla con todo lo que pudiera complementarla. A mi no se me había escapado tanto su atractivo como su todavía cuerpo macizo desde el primer momento en que la vi, pero el hecho de ser la mujer de mi jefe hacía que la mirara con  prudencia y distancia.  Ahora, siendo compañeros en aquel centro aunque de distintos cursos, podía verla de otra manera, de una manera más cercana y equivalente, sobre todo porque ella me ofrecía su cercanía y confianza.  En el trabajo seguía siendo la mujer de mi jefe, pero aquí era una amiga.

Nuestra amistad se potenció y se fortaleció sin darnos cuenta, de una forma muy rápida.  Nos encontrábamos todos los días en la pausa entre clase y clase, que duraba unos diez minutos, pero que nosotros tomamos la mala costumbre de alargar, siempre éramos los últimos en regresar a nuestras respectivas clases. A veces nos encontrábamos al terminar, pero entonces ya era tarde y cada uno debía ir a su casa, más ella, que tenía una familia.

El clima estaba siendo muy duro, como era de esperar en el mes de enero, nevaba casi todos los días y el sol hacia mucho tiempo que se encontraba desaparecido.  Pero fue a primeros de febrero cuando tuvimos la mayor nevada. Cuando terminé mi trabajo ya resultó difícil hasta salir al exterior, pues la puerta se había quedado bloqueada por la nieve y no pudimos salir hasta que pasó el quitanieves.  Llegué a mi apartamento sin mayor problema, a pie, pero las calles se encontraban llenas de nieve, había caído una nevada descomunal y los quitanieves no daban abasto.  Después de cenar, allí la hora de la cena era entre las cinco y las seis de la tarde, debía ir a mis clases de francés.  Tenía mis dudas de si podía funcionar el transporte público, pero de todos modos salí a la calle, vivía justo al lado del Boulevard Pio IX, la avenida por la que debía ir hasta el centro cultural de Montreal-Nord.  Me planté en la parada de autobús a esperar, la calle estaba en penosas condiciones, pero al ser una gran avenida habían pasado los quitanieves y se podía circular. El autobús llegó.

De la parada del autobús al centro cultural habría menos de trescientos metros, así que ese tramo lo hice a pie, como cada vez.  Al llegar ya me di cuenta de que el edificio se encontraba bastante desierto, cuando fui a mi clase la puerta estaba cerrada, se había suspendido.  Al parecer el profesor no había podido desplazarse desde su domicilio por la nevada, y lo mismo había ocurrido con la mayoría de clases, los únicos que nos encontrábamos allí éramos los que vivíamos cerca. Había que volver a casa. Antes decidí pasarme por la cafetería, pero incluso la cafetería estaba cerrada.  La mujer de mi jefe también había ido a su clase, ella llegaba por el Boulevard Henry Bourassa, que igualmente era una gran avenida y la habían despejado de nieve, pero le ocurrió lo mismo, su clase estaba suspendida por la falta del profesor, luego tuvo la misma idea que yo, se pasó por la cafetería y allí nos encontramos.

Estuvimos comentando la situación, habíamos ido hasta allí para nada, y ni siquiera podíamos tomarnos un café. Teníamos que volver a casa. Entonces ella me dijo: yo te llevo con mi coche.

Fuimos al aparcamiento y nos subimos a su coche, tomamos el Boulevard Pio IX y ya sólo había que seguir todo recto, pero había que ir despacio para evitar los patinazos, cosa bastante habitual con la nieve.  Yo vivía en una calle adyacente a Pio IX, a unos cien metros, le dije a mi jefa que podía dejarme en la esquina, no fuera a tener dificultades al entrar en mi calle, pero entró y aparcó justo en frente de mi puerta. Teníamos que despedirnos, cosa que a mi me disgustaba. 

Las circunstancias del clima nos habían dado la oportunidad de estar allí los dos metidos en su coche a las puertas de mi casa, era una ocasión que no volvería a repetirse, antes de llegar ya había ido pensando cómo podía aprovechar aquella oportunidad, qué podía decirle, era innegable que ella me atraía y sospechaba que yo no le desagradaba, pero en seguida la memoria me recordaba que era la mujer de mi jefe, y eso me quitaba el valor que necesitaba.

Tuve la impresión de que ninguno de los dos tenía prisa por despedirse, eso me hizo decidirme.

-Si quiere  (naturalmente yo le decía de usted), hoy podemos tomarnos el café aquí en casa.

Ella aceptó. Paró el motor del coche y descendimos. Casi no podía creerlo, había aceptado sin la menor objeción.

Entramos en el apartamento, que era en realidad un estudio. Tenía la entrada, donde nos desprendimos de los abrigos y los dejamos en el colgador.  También nos sacamos el calzado, es lo que se hacía siempre en todas las casas para no dañar el suelo de madera con las botas o zapatos sucios y húmedos de la calle.  Luego había una sala bastante amplia, de más de 30 metros cuadrados, donde estaba el salón y detrás una cocina americana, a un lado se encontraba la cama, y al fondo el baño.  Todo en una pieza.  Si fuera estábamos a -15 grados, dentro estábamos a +25, es decir, fuera podía hacer un frío tremendo, pero dentro se estaba muy confortable.  Nos quedamos pues con la ropa imprescindible, ella con una camisa y una falda ajustada hasta la rodilla, y yo también en camisa.  Era una situación verdaderamente excitante.

Ella pareció mostrar cierta curiosidad por el sitio donde vivía y por mi forma de vivir, de modo que nada más entrar tuve que ir respondiendo a su curiosidad. Inesperadamente, me preguntó si había llevado a muchas chicas allí.

Este hecho dio un giro a nuestra conversación, me estaba preguntando algo verdaderamente personal, se interesaba por mi vida íntima, evidentemente no era la mujer de mi jefe quien preguntaba, sino mi amiga. 

Llevar la conversación a terrenos privados afianzó mi confianza, pese a haberla invitado a sentarse en el sofá todavía no lo había hecho, seguía de pie mientras parecía inspeccionar los detalles de mi apartamento. 

Respondí a su pregunta diciéndole que menos de lo que me gustaría.  Ella fingió no creerme e insistió en el tema, me preguntó si era porque salía con alguna chica. Le dije que no, en ese momento no salía con ninguna, por eso no resultaba fácil tener compañía de vez en cuando.  Ella volvió a fingir que no me creía.  No lo creo –dijo-, tú eres joven, guapo, vives sólo en tu apartamento y tienes una vida independiente, con eso lo tienes que tener fácil. Yo me reí. De alguna forma desvelaba su pensamiento al echarme esas flores, de manera que eso me daba un margen de confianza para ser audaz con ella, así que aproveché para devolverle sus flores. 

Pues aún así –dije-, es cierto, han estado pocas chicas aquí, tan cierto como que entre todas no reúnen la belleza que tiene usted sola.

Ahora le tocó a ella el turno de sonreír.

¡Qué exagerado! –exclamó-, no me hagas reír, yo ya soy mayor, no puedes compararme con tus amigas.

Habíamos dejado de movernos por el apartamento, nos encontrábamos de pie uno frente al otro, a muy corta distancia, mirándonos a los ojos.  La excitación no dejaba de aumentar.

Usted no es mayor –respondí-, además aparenta mucho más joven de la edad que debe tener, estoy seguro que cualquier chica de 20 años desearía tener su figura, y no digamos su belleza.

¿Tú me ves guapa?

Hasta un ciego podría verlo –dije yo-, y no solo guapa, sino muy guapa –recalqué.

Ella sonrió sin decir nada, limitándose a mirarme a los ojos.

Lástima que sea la mujer de mi jefe, si no…. –dejé caer.

Si no…..¿qué? –preguntó ella con malicia.

Pues que si no, no podría estar así, conteniéndome.

Ella alzó su mano y la puso sobre mi cuello para atraerme.

Entonces no te contengas –dijo en un susurro.

Súbitamente nos vimos pegados el uno al otro, abrazados, besándonos.  La fuerza de mi impulso la hizo retroceder un paso atrás para dar su espalda contra la pared.  Allí, dejándola sin posibilidad de escapatoria, presioné mi cuerpo contra el suyo, a la vez que mis manos lo recorrían palpando sus deliciosas formas.  Nos besamos en los labios, en el cuello, frotando nuestros cuerpos y retorciéndonos con la excitación que provocaba la lasciva efervescencia de nuestros deseos.

La impetuosidad de ella no era menor, se aferraba a mi y palpaba mi cuerpo sin ninguna restricción, colocando su mano sobre mi sexo, como queriendo atraparlo por fuera del pantalón.  Yo tampoco me quedé atrás, bajé mi mano y la metí bajo su falda para ascender hasta su entrepierna y posarla sobre su sexo ardiente.  Si ella tenía la barrera de mi pantalón, yo encontré el fastidioso inconveniente de sus pantys para profundizar en mi afán de llegar a la parte más deseada de su cuerpo.

Fue ella quien de nuevo tomó la iniciativa de quitar obstáculos y empezó a desvestirse, copiando yo de inmediato su decisión y haciendo lo propio. Su camisa, su falda y sus pantys fueron volando hasta caer en el sofá, y lo mismo sucedió con mi ropa. Nos quedamos en ropa interior, de pie el uno frente al otro, de forma que pude comprobar de un primer vistazo que su cuerpo era lo que aparentaba, todavía estaba firme, bien perfilado y realmente apetitoso.

Me cogió de la mano y tiró de mi hacia la cama.

Caímos en ella y empezamos a retorcernos como un espagueti alrededor de un tenedor. Nuestra ropa interior tardó poco también en volar por los aires. Nuestros cuerpos habían quedado libres por completo de obstáculos, nuestras manos y nuestras bocas recorrían con avidez las zonas más sensibles a la excitación, convirtiendo nuestros cuerpos en dos volcanes a punto de la erupción.

Fue ella quien nuevamente tomó la iniciativa y se colocó sobre mí, a los pocos segundos cabalgaba sobre mi cuerpo con mi sexo introducido en su interior, mientras yo acompañaba sus movimientos oscilantes agarrado a sus pechos como un marinero se hubiera agarrado al timón en una tempestad.



Estuvo una hora y media en mi apartamento, una hora y media de alta intensidad en la que tan apenas hubo tiempo para el descanso.  Aquel café que no llegamos a tomar, resultó el más delicioso que había probado en mi vida.






miércoles, 16 de mayo de 2012

Zimbawe



El probador





Un nuevo año, un nuevo viaje a Zimbawe y una visita más a mi amigo Alen en Bulawayo. Desde luego no era el único ni mucho menos que solía visitarlo, en su casa siempre había gente, normalmente de paso, pero a veces se le acumulaban los huéspedes, como sucedía algunos fines de semana, pues los jóvenes cooperantes ingleses que residían en el país tenían la casa de Alen como punto de encuentro.

Si no coincidía nadie más había espacio suficiente, en la buhardilla de su casa, directamente sobre la tarima, podía colocar a más de una docena para dormir, la verdad que era muy acogedora, incluso tenía un gran televisor y gran cantidad de vídeos, y luego estaba la casa de los empleados, donde podían quedarse otras 6 personas, por lo menos. Pero aún así a veces no era suficiente.  Trataba de que su casa permaneciera como residencia en exclusiva para su familia, vivía con su mujer Lorraine, su anciana madre y tres hijos.

Este año, para aumentar las posibilidades, había novedades.  Ya me había comentado el año anterior que quería comprar un vagón viejo de los ferrocarriles y acondicionarlo como vivienda para sus huéspedes ocasionales.  Por lo visto no pudo ser, con lo cual lo que hizo fue tres habitaciones o mini-viviendas independientes alejadas de la casa. Eran sencillas, una habitación para dormir, con un simple baño y una pequeña cocina con lo indispensable para cocinar dos personas. Fuera había construido una barbacoa común para las tres.  Esta vez me quedé en una de ellas.  Por supuesto, para no aburrirme en las noches, tenía plena libertad para moverme e ir a la buhardilla de la casa a ver televisión. Suerte que Rocky, el enorme y peligroso perro guardián de la casa me conocía bien y no había temor de que me atacara.

Pero la novedad más relevante que encontré, la que verdaderamente me sobrecogió, fue cuando al verle le pregunté cómo iba todo y me dijo que hacía tres semanas había salido del hospital, le habían operado para darle un riñón a un amigo. No podía haber mayor generosidad en un ser humano.



Había vuelto con la idea de comprar, aunque esta vez sólo pensaba abastecerme en Bulawayo y en Victoria Falls.  Los primeros días eran de observación, ver como estaban los mercados y después decidir.  Solía pasar el día entero en la ciudad y no regresaba hasta última hora de la tarde, cuando ya estaba todo cerrado.  El primer día después de mi llegada fui al centro y entré en la tienda más grande de ropa, lo que aquí sería unos grandes almacenes, pero sólo de planta baja. Necesitaba comprarme algo.  Tan apenas había gente y todas las dependientas estaban libres, así que me dirigí a la más guapa para preguntarle.  La chica no sólo era amable, sino que era simpática y tenía un agudo sentido del humor, con la excusa de comprar algo, me quedé un buen rato con ella. 

A las seis de la tarde cerraban las tiendas, también era la hora en que yo regresaba a la casa de Alen, a no ser que me quedara a tomar una cerveza, raramente me quedada a cenar, pues andar sólo en la noche podía ser  peligroso.  Normalmente compraba comida en el supermercado y de allí tomaba el transporte para volver. Esta vez, motivado por la dependienta que había conocido después del mediodía, pasé de nuevo por los almacenes de ropa. Naturalmente no pensaba comprar nada, sólo quería verla y hablar con ella otra vez.

No se puede decir que las mujeres de Zimbawe sean muy guapas, comparadas con las del norte y oeste de África se quedan atrás en cuestión de belleza, sin embargo la chica de la tienda de ropa me tenía cautivado, sin ser verdaderamente una belleza, resultaba atractiva, desde luego por encima de la media, y lo que la hacía más especial, su encanto. Tenía una sonrisa  primorosa y un carácter natural que contagiaba el buen humor.

Al día siguiente, entre las primeras cosas que hice al llegar a la ciudad, fui ir a la tienda a verla.

Al igual que el día anterior, la gran tienda se encontraba prácticamente vacía, de manera que pude estar con ella un rato.  Antes de marcharme la invité a comer conmigo. Aunque la tienda no cerraba, al mediodía las empleadas tenían una pausa de media hora que tomaban a turnos. Tuve que insistir, creo que si bien la idea le gustaba, tenía algún temor de que la criticaran por verla con un blanco.  Por supuesto no sería la primera ni iba a ser una excepción, de hecho en Bulawayo conocí un hombre español que vivía allí y estaba casado con una mujer negra, eso sí, bastante más joven que él.

Finalmente venció sus temores y aceptó la invitación.

El tiempo de la comida se pasó muy rápido.  Antes de que regresara a su trabajo le propuse pasar a recogerla al terminar en la tarde e ir a tomar algo juntos, su primera respuesta fue una sonrisa, la segunda que no podía. Yo sabía que ella también se sentía atraída por mí, pensé que quizá rechazaba la propuesta por miedo a que alguien conocido la viera conmigo y luego la criticara, de modo que decidí ir directo y pedirle que se viniera conmigo a la casa, allí podríamos estar tranquilamente.  Ella volvió a reír moviendo la cabeza, como dando a entender que adivinaba mis intenciones. Al menos no había dejado de sonreír, era buen síntoma.

Es cierto que no había aceptado mi propuesta, pero tampoco se podía decir que la hubiera rechazado abiertamente, decir que no con una sonrisa casi disculpándose, era como un sí a medias, de modo que podía seguir intentándolo.

Al día siguiente volví a visitarla, las demás compañeras empezaban a conocerme.  Además de verla, pretendía que al mediodía volviese a comer conmigo, pero se disculpó y dijo que no podía. Entonces –le dije-, vengo a buscarte a las seis y nos vamos a tomar algo a un “fast food”. Pareció meditarlo, pero respondió lo mismo, para acto seguido sorprenderme con su propuesta.

-Si quieres, dijo, cuando termine de trabajar puedo acompañarte a tu casa.

Ahora el que tardó en reaccionar fui yo, aunque sólo un par de segundos. Por supuesto la idea me pareció genial. Quedamos que la esperaría después de las seis de la tarde en la esquina al otro lado de la calle, y desde allí podíamos irnos juntos.

Antes de la hora convenida, fui al supermercado a comprar algo de comida y bebida para la cena, y con las bolsas en la mano fui a la esquina de la calle a esperar.  La verdad que recelaba, parecía extraño que no quisiera ir a tomar algo juntos y sin embargo estuviera de acuerdo en ir a mi casa.  Pero si, llegó sólo diez minutos después de las seis. De modo que desde allí fuimos juntos a la parada donde salían los taxis colectivos para Burnside, la urbanización donde vivía Alen.

Alen solía cerrar la puerta exterior después de anochecer, llegamos cuando estaba oscureciendo, por suerte aún a tiempo,  pues de haber estado cerrada habría tenido que llamar al timbre y hubiera sido embarazoso dar explicaciones a Alen sobre mi amiga.  Nada más cruzar la puerta llegó corriendo y ladrando Rocky.  Mi amiga se asustó y se puso detrás de mí. Realmente Rocky impresionaba, era de un tamaño enorme y con un aspecto de malas pulgas que causaba terror, pero al llegar hasta nosotros me reconoció y se frenó delante de mí. Lo llamé por su nombre para calmarlo y le hablé en inglés, la lengua a la que estaba acostumbrado, a la vez que lo acariciaba. Pese a todo a mi amiga no se le fue el miedo, seguía aferrada a mi y no me soltó del brazo hasta que entramos en la habitación.  Durante el día con frecuencia entraban coches de amistades o camionetas de reparto, pero nadie era capaz de descender del coche hasta que Alen, o Lorraine si no estaba él, sujetaban al perro o lo metían en la casa.



En la habitación no había televisor, pero ni falta que nos hacía. Desde primera hora de la noche, después de cenar, nos entregamos al gozo de nuestros cuerpos.  Para quienes se hayan acostado con una mujer negra, entenderán lo que es cuando se dice una mujer de “carnes prietas”, por su constitución, musculatura, raza o lo que sea, tienen sus carnes bastantes duras, en especial las piernas y las nalgas.  Y para los que no sepan lo que es una mujer “caliente”, deberían probar una mujer negra.  Ellas no necesitan de prolegómenos, de juegos previos, de romanticismo o erotismo para enardecer el deseo sexual, creo que ya vienen con él, pues a poco que uno acaricie sus zonas erógenas basta para que parezcan un hierro al rojo vivo. Mi amiga no era distinta, aparentemente tenía la piel fina, pero sus carnes eran duras, su trasero me lo confirmó al primer instante de depositar mis manos en él, duro y perfectamente redondeado, y no había necesitado ni cinco minutos para tenerla ardiendo, la profundidad de su coño era el mejor termómetro para saberlo.

Otra cosa que tienen las mujeres negras es su fortaleza, nunca se cansan por mucho que uno las folle. Por lo general, es el hombre quien siempre acaba agotado.

A las siete y media salió de la casa para ir a su trabajo, que empezaba a las ocho.  La acompañé fuera para protegerla del perro y luego hasta la carretera donde debía tomar el taxi colectivo a la ciudad, a esas horas tardaban muy poco en pasar.



Antes de irme a Bulawayo Alen vino a verme, él también iba a la ciudad y podía llevarme.  Subí al coche y partimos. Nada más ponernos en marcha me dijo algo.

-Creo que la noche pasada trajiste una chica.

Se había enterado, no sé cómo, porque sólo estuvimos fuera de la habitación al llegar y al salir, y desde la casa no se veía la habitación. No me quedó más remedio que reconocerlo.

-¿Sabes?, no me gusta que traigas ninguna chica aquí, si deseas estar con una chica es mejor que vayas a un hotel.

Era un claro reproche, pero lo dijo con su amabilidad y elegancia habitual, sin un mal gesto o una palabra más alta que otra. Tuve que pedirle disculpas y reconocer mi error, al fin y al cabo yo estaba en su casa de invitado, no era la mía, por lo tanto debía haberle pedido permiso para llevar a alguien desconocido. Tenía toda la razón.  Le dije que no se preocupara, no volvería a suceder.



Esa mañana no pasé por la tienda de mi amiga, el motivo es que ya habíamos quedado en el restaurante de comida rápida que estuvimos el primer día, a la hora de comer.

Durante la comida tuve que darle la mala noticia, bueno, al menos para mí, de que no podría volver a la casa.  No sabía qué hacer, existía la opción de cambiarme a un hotel y así tener entera libertad, pero no deseaba irme de la casa de Alen, allí siempre había estado bien y me había ayudado en todo, además era un excelente amigo, si me iba podía dar a entender que prefería la compañía de una chica cualquiera a su amistad. 

La acompañé de regreso al trabajo, entramos los dos dentro y una de sus compañeras tomó el relevo para salir a comer. La tienda estaba vacía, al igual que las calles, hora de comer y mucho calor, comprensible.  Estuvimos hablando un poco y entonces se me ocurrió algo.

-Vamos a los probadores, dije.

Deseaba un poco de intimidad con ella y, ya que no había clientes en la tienda, podíamos aprovechar para ocultarnos en uno de los probadores. 

-¿Qué es lo que quieres hacer allí?, dijo sonriendo, adivinando mis intenciones.

-Sólo cinco minutos y después me voy.

-Pero mi jefe si ve que no estoy puede buscarme.

Entonces se me ocurrió coger varias prendas de ropa de mujer.

-Vamos con esto, tu estas trabajando y yo quiero comprar.

-¿Quieres comprar ropa de mujer?.

-Si, por eso necesito a alguien que me sirva de modelo, para ver como sienta. Si el jefe pregunta por ti, estarás ayudándome a elegir la ropa.

Así fue como la convencí para irnos a un probador.  Los probadores se encontraban en una zona separada, y lo mejor, eran muy espaciosos, incluso hasta acogedores, con su suelo de moqueta, sus paredes de madera, una banqueta de madera también, sus colgadores, sus espejos…pero sin puerta para cerrar por dentro, en su lugar había una cortina. 

Nos metimos los dos en uno del fondo y cerré la cortina, al menos al tener la cortina cerrada indicaba que dentro había alguien probándose.

-Pruébate esto, le dije tendiéndole una blusa.

-Pero ¿quieres comprarla?, dijo ella extrañada.

-No, sólo es para demostrar que te necesito para saber como cae, como modelo.

Ella obedeció, creo que todavía no entendía el verdadero objetivo de estar allí.

Se quitó la que llevaba puesta y se quedó con el sujetador, seguido se puso la que le pedí.

-Te queda muy bien, ahora pruébate esto, le dije dándole un vestido.

Se sacó la blusa, y claro, también tuvo que quitarse la entallada falda que llevaba. Se quedó en bragas y sujetador.

La temperatura empezó a subir muy alto.  Al ser un probador, tenía la ventaja de poder verla por delante y por detrás a la vez en los espejos, lo cual doblaba la excitación que sentía. Le cogí la mano con la que sujetaba el vestido y la retuve, me acerqué más a ella, me pegué a su cuerpo y la besé en los labios, empujándola hasta aprisionarla contra la pared. Ella no hizo nada por detenerme, sólo después de besarla y verse atrapada entre mi cuerpo y la pared, exclamó en voz baja si estaba loco.

No la dejé que protestara, tapé su boca con otro de mis besos e incrusté mis genitales sobre su sexo haciendo presión sobre él.

Le quité el vestido de las manos y lo tiré por el suelo, la abracé, bajé la mano y la puse en su coño, presioné encima, frotando con mis dedos.  Noté como dejaba escapar un suspiro.  Insistí, pero ya no por encima de sus bragas, sino metiendo la mano dentro.  Estaba toda húmeda.

Otra de mis manos agarraba uno de sus pechos que había sacado fuera del sujetador, lo solté para intentar bajar sus bragas.

-¿Pero qué haces?, dijo sujetando mi mano.

-Estamos solos, no hay gente en la tienda, todo está tranquilo, podemos hacerlo aquí.

-No, si el jefe se entera me despide.

-No te preocupes, no se va a enterar, sólo son cinco minutos y además tú estas trabajando, probándote la ropa para mi.

La verdad que mi deseo andaba desbocado, no podía ponerle freno, y hacerlo en el probador de ropa de una tienda le añadía mucho picante. Aproveché un momento de dudas para darle un tirón a las bragas con las dos manos y bajarlas hasta debajo de las rodillas, sin perder un segundo desabroché el cinturón y bajé la cremallera de mis pantalones cortos para dejarlos caer al suelo, haciendo lo mismo con mis calzoncillos. Estaba completamente empalmado.

Ella quería oponer resistencia, pero estaba tan caliente como yo. Finalmente se dejó llevar. La hice girar de espaldas mientras seguía acariciándola, tenía un culo espléndido, un flanco perfecto para atacar.  La puse contra la pared lateral, susurrando le pedí que se apoyara en ella con sus manos y se agachara un poco, que abriera un poco más sus piernas...

Su sexo, completamente empapado, quemaba.

Le di desde atrás con fuerza, mientras observaba hipnotizado su culo.  Era tal la excitación que fue un polvo rápido, pero intenso y absolutamente delicioso.










miércoles, 9 de mayo de 2012

Bali



Desayuno con flores

 Soñaba con volver a Bali. Eran los primeros años, cuando Bali aún conservaba el auténtico ambiente paradisiaco entre el misticismo y el placer de la vida. Pero esta vez el motivo no se sustentaba en ningún concepto espiritual, ni tampoco eran el buen ambiente y el deseo de diversión lo que me atraía especialmente, sino Ayu.
El año anterior, estando en Ubud, había conocido a Kadek, un chico balinés con el que nos hicimos amigos. Estuve en su casa y me presentó a su hermana Ayu, desde ese momento las visitas a su casa se sucedieron a diario. Nos hicimos buenos amigos. Antes de mi regreso, al despedirnos, Kadek me dijo: la próxima vez que vengas a Bali, te quedas en mi casa.
Al año siguiente, después de pasar los primeros días en la playa de Kuta, me trasladé a Ubud. El reencuentro con Kadek fue muy grato, pero el más esperado y gratificante fue el de su hermana Ayu.  Me cautivó desde el primer instante en que la conocí.
Eran huérfanos de padre y madre, pertenecientes a una casta media alta, (en Bali la religión es hindú) y, por lo que me explicó alguien, según su apellido sus antepasados debieron ser importantes en Ubud, pues significaba: “el guardián de la ciudad”.  Vivían con su tío, viudo y hermano de su padre, en casas contiguas, quien tenía dos hijos varones, uno que todavía era estudiante al igual que Kadek,  y otro que era el marido de Ayu. Si, estaba casada.  Fue una decepción cuando supe la noticia el año anterior, aún así también con ella nos habíamos hecho buenos amigos, pese a estar casada y tener una hija de casi tres años, no había sido impedimento para que pudiéramos vernos, hablar y sentir una mutua atracción. Lo extraño, por no decir aberrante, es que estaba casada con su primo hermano, con quien además había convivido toda la vida desde que nació.
Por si no era suficiente aberración aquel matrimonio, a la exquisita belleza de Ayu, la finura de su cuerpo primoroso, su carácter dulce y adorable, con una personalidad y un estilo enormemente atractivos, se contraponía la fealdad de su marido, con el rostro salpicado de marcas dejadas probablemente por la varicela, de cuerpo obeso, cosa excepcional en Bali, mente simple, personalidad infantil y, en general, nulo atractivo. Lo que yo más apreciaba de él era su falta de celos, nunca se interpuso o reflejó un mal gesto contra mí por más que le robara la atención de su mujer, más al contrario, siempre me saludaba con amplia sonrisa, algo estúpida e infantil, limpia de malos pensamientos. Tenía motivos para caerle mal, o por lo menos para sospechar de mí, pero nunca lo vi preocupado o enfadado, en el fondo, también a su manera era un ser adorable.
Kadek me prestó su habitación, la mejor y más amplia de la casa. La había preparado especialmente para mi con adornos y detalles que jamás he visto en ninguna habitación balinesa, pues suelen carecer de cualquier decoración.  Cuatro paredes desnudas, una cama y un armario, es todo. La mía, la que Kadek había preparado parta mi, resultaba confortable y acogedora, en lugar de las paredes mortecinas color yeso de las demás, ésta estaba pintada de color azúl, además de una cama grande y el armario, disponía de una mesa y una silla, un espejo, una estantería, algún poster en la pared y la ventana que daba a un patio exterior. Kadek se instaló en la habitación de su primo.
Desde el primer día me sentí como un miembro más de la casa.
Ni Ayu ni yo ocultamos la alegría que nos producía volver a vernos, y ahora con todo a nuestro favor para estar juntos. Si Kadek me trató igual que si hubiera sido su mejor amigo, Ayu aún fue más allá, me trató mejor de lo que probablemente había tratado nunca a nadie, incluido su marido, dedicándome todo el tiempo posible, todas las atenciones que yo pudiera necesitar, con toda la dulzura que salía de su corazón.
Al contrario de lo que ocurre en el resto del mundo, en Bali raramente se come en familia, de hecho habitualmente en las casas ni siquiera existe un comedor, cada uno va por libre y come cuando tiene hambre.  En la cocina suele hacerse un caldero de arroz temprano por la mañana para todo el día, y luego se cocina algo de carne, o de vegetales, de manera que de forma independiente cuando uno siente hambre se acerca a la cocina, coge arroz y le echa algo encima de lo que está cocinado, y a continuación se lo lleva al porche de su habitación para comer, sentado en el suelo. Sin embargo Ayu, desde el primer día, hizo una excepción para mi cocinándome cada vez en exclusiva. Colocó una mesa con dos sillas en el jardín y ese fue el comedor improvisado y que sólo yo usaba, salvo cuando a veces Ayu se sentaba también a comer conmigo.  Su marido, su hija, su tío, su hermano, cuando querían comer pasaban por la cocina y se cogían ellos mismos lo que estaba ya cocinado, el arroz blanco de costumbre y alguna cosa para echarle encima.  Es más, Ayu solía prepararme platos especiales para salir del arroz diario que se comía en la casa, y por cierto, cocinaba excelentemente.  A veces, era yo quien compraba la comida y por la noche cocinaba para ella y su hermano.  Todas las comidas eran doblemente disfrutadas, por lo sabrosas y porque tenía la compañía de Ayu. A veces ella no comía, quizá porque ya lo había hecho, pero igualmente se sentaba conmigo después de servirme y hablábamos.  De las comidas, la más especial, la que más apreciaba, era el desayuno.  Cada mañana sobre las ocho y media, traía el desayuno a mi habitación.  Yo solía estar ya levantado y aseado, el cuarto de baño era tradicional balinés, un retrete donde uno coloca los pies y se agacha para evacuar sobre un agujero, y una pileta con agua de donde coge con un cazo y se echa por encima para ducharse, excepcionalmente el cuarto de Kadek tenía un lavabo con agua corriente donde podía  lavarme la cara o las manos sin necesidad de ir al cuarto de baño comunitario.
Ayu solía llamar a mi puerta, yo le abría y ella entraba con una bandeja en las manos que depositaba sobre la mesa, para desayunar no me daba el desayuno tradicional de arroz, sino algo acorde con mis gustos, como frutas, tortillas, pancakes y café. Lo que nunca faltaba, ni un solo día, era una flor junto al desayuno.  Era una flor que cada mañana ella escogía del jardín para mi. He de reconocer que en toda mi vida nadie me había  tratado igual.
Por supuesto yo también intentaba agradar a Ayu en todo, pero ella siempre se me adelantaba.
Mi atracción por Ayu no sólo no cesaba, sino que iba en aumento, ¿me estaba enamorando?.
Nuestras conversaciones eran más con el corazón que con la palabra, nuestro lenguaje más visual que sonoro. Ella hablaba poco el inglés, pero sus miradas lo decían todo claramente.  No sé cuándo ni quién fue el primero que lo dijo, pero un día salió de nuestros labios un “I love you”, que fue la confirmación de nuestros mutuos sentimientos. Y esas bellas palabras no dejaron de bailar en nuestros labios ni un solo día en los casi tres meses que permanecí en su casa.

Ayu era muy guapa, tenía la piel morena y suave, el pelo negro y brillante de larga melena, sobre el que nunca faltaba una flor de frangipani a un lado de su cabeza, sus hermosos dientes destacaban como perlas brillantes en su rostro al sonreír, sonrisa que aún se hacía más bella al aparecer cada vez dos hoyuelos en sus mejillas.  No podía dejar de preguntarme cómo era posible semejante incongruencia de estar casada con el bueno pero insulso y tan poco agraciado como su marido, a la vez que primo hermano.
Un día no pude reprimirme y se lo pregunté. Ayu me explicó la razón.  Me contó que no se casó con él por amor, sino que fue una imposición de la familia. ¿Una imposición?, dije furioso por tal injusticia. Ayu me confesó que nunca había estado enamorada de su marido, pero su familia había decidido que debía casarse con él porque era lo mejor para ella. ¿Él lo mejor?, dije para mi sin poder creerlo. Seguía sin entender.
Con paciencia y resignación, Ayu me contó las razones de su familia.  En Bali el hijo mayor se queda siempre en la casa con los padres, si la casa o el terreno es grande incluso todos los hijos varones se quedan, sin embargo la mujer siempre va a vivir a la casa del marido, que toma como su nueva familia.  Las ceremonias familiares son la oportunidad de volver a casa y ver a los padres, al ser huérfana las oportunidades de volver a su casa y estar con la familia, quedaban anuladas. De manera que para protegerla, para no dejar que perdiera el contacto con su familia, habían decidido que lo mejor era casarla con su primo hermano y así continuaría con todos allí. Yo seguía sin entenderlo.
Le pregunté si no podía rechazarlo, decidir por ella misma con quien quería casarse, Ayu hizo un gesto de resignación, dando a entender que no había opciones. Es la tradición, dijo, si la familia lo decide hay que aceptarlo.
Estúpida tradición, dije para mi.

El desayuno era sin duda el momento más excitante del día, cuando podía estar a solas con Ayu. La verdad que estábamos a solas muchas veces en la casa, pero el hecho de estar en mi habitación lo hacía más íntimo y especial. Normalmente solía quedarse un poco después de traerme el desayuno, a esas horas su marido estaba ya en el trabajo, su hermano y su primo en la universidad de Dempasar, donde a diario iban en sus motos a estudiar.  A Ayu le gustaba quedarse mientras yo desayunaba, aunque creo que no se sentía del todo cómoda, pues en cuanto intentaba aproximarme, cogerla de la mano, sacaba una excusa de que debía hacer algo y se marchaba.  Sin duda tenía miedo del peligro que entrañaba un acercamiento allí, solos en mi habitación.
Curiosamente, las primeras veces en que tuvimos contacto no fue estando a solas, sino con su hermano al lado, aunque él no se dio cuenta.
Vivían a la entrada de Ubud junto a la carretera, con la expansión del turismo sus terrenos se revalorizaron y en ese último año habían alquilado varias superficies para distintos negocios, entre ellos un banco, quien con solo su alquiler por 10 años y pagados de una vez por adelantado, supuso una fuerte entrada de ingresos. Ese año les cambió la vida, de repente se encontraron con bastante dinero y una de las primeras cosas que hizo Kadek fue comprarse un coche. En deferencia a mi, planearon hacer algunas excursiones por la isla para enseñarme lugares bonitos de Bali, como el volcán Kintamani y el lago Batur, el lago Beratan y los bellos paisajes de alrededor, en otra ocasión la playa de Singaraja, siempre salíamos por la mañana y regresábamos en la noche, salvo una vez que salimos en la tarde para ver en la noche la espectacular erupción del volcán Kintamani. Con nosotros siempre venía la novia de Kadek, de modo que éramos dos parejas, Kadek y su novia delante, y Ayu y yo detrás.
El regreso a casa era quizá el momento más deseado, ya de noche y completamente a oscuras, Ayu se relajaba y dejaba que la atrapara en mis brazos, apoyándose sobre mi pecho. El primero de estos viajes fue también donde ocurrió el primero de nuestros besos.  Amparados en la oscuridad, Ayu permitía que la acariciara, que besara sus mejillas, sus labios…pero se sobresaltó cuando intenté besarla de verdad. Al ver que pretendía introducir mi lengua en su boca se sorprendió y me rechazó echando el cuerpo hacia atrás. No dijo nada, porque íbamos completamente en silencio, pero noté que me miraba extrañada.  Posiblemente, la razón de aquella extrañeza, se debía a que en Bali no suelen practicarse los besos, besarse no es una costumbre común y menos hacerlo con lengua, entonces me di cuenta de que lo más probable es que su marido nunca la hubiera besado, que no supiera lo que era un beso de verdad.
Para Ayu sólo con ir apoyada en mi pecho, estar rodeada de mis brazos, envuelta en mis suaves caricias, parecía ser suficiente para alcanzar el placer.  Yo deseaba más, aunque debía contentarme con aquello.

Había pasado un mes, cada vez estábamos más tiempo juntos, hablábamos de nosotros, de nuestros mutuos sentimientos, incluso de la posibilidad de divorciarse y venirse conmigo a España. El problema, según me explicaba Ayu, era su hija, divorciarse era posible, pero hacerlo teniendo una hija para irse con un extranjero significaba perder la custodia de la hija y ser repudiada por la familia. Hablábamos de cosas tan trascendentes y ni siquiera nos habíamos besado de verdad. Pero poniéndome en su lado, para Ayu el hecho de estar junto a alguien, cogerse de la mano, abrazarse, mirarse a lo ojos mientras se confiesa el amor, tenía el valor de cualquier relación más íntima. Evidentemente, para mi y mi concepto europeo del amor, las caricias, los besos inocentes, cogerse de la mano, abrazarse o dejar que mi pecho fuera el regazo de sus sentimientos, no era suficiente certificado para culminar una relación.
Una de las mañanas entró como de costumbre a mi habitación con el desayuno y la flor recién cortada del jardín. Dejó la bandeja sobre la mesa, mientras yo me senté en el borde de la cama. Se quedó frente a mi preguntándome si no iba a desayunar. Yo la miré sin responder y la cogí por ambas manos. Ella se rió adivinando mis intenciones. Tiré de sus manos hacia mi para atraerla, ella intentó resistirse sin dejar de sonreír, pero yo me mantuve firme y de un tirón más fuerte la aproximé justo delante de mis rodillas, ella se giró como para alejarse, pero antes de que pudiera hacerlo la agarré por la cintura con las dos manos y la senté sobre mis piernas. Se quejó, diciéndome que la dejara, pero yo la agarré más fuerte. La abracé oprimiéndola contra mi cuerpo, entonces noté que ella dejaba de resistirse, nos quedamos así por un momento, inmóviles, sintiendo nuestros cuerpos pegados y ardientes.
Sus piernas estaban sobre las mías, su espalda contra mi pecho, mis brazos rodeándola, estrechándola contra mi. Su voz había enmudecido. La luz que entraba por la ventana inundaba la habitación, era una mañana preciosa, pero aquel momento lo era mucho más. Solté mis manos de su cintura para depositarlas sobre sus pechos, los acaricié e introduje una de mis manos bajo el sujetador.  Ayu seguía en silencio, sólo percibía su estremecimiento.
Por debajo de la blusa y a modo de falda, llevaba un sarong, una tela del estilo de un pareo que envolvía alrededor de su cintura, busqué la abertura y entonces introduje mi mano en ella para llegar a sus piernas. Ayu intentó sujetarme la mano, pero mi mano no podía someterse  a ningún freno, continuó  su breve recorrido entre sus piernas hasta llegar a su sexo, palpé entre la entrepierna y sobre sus bragas oprimí mis dedos. Ayu dejó de hacer cualquier resistencia para erguir su espalda dejando escapar un profundo suspiro.  No podía ver su cara, pero podía sentir perfectamente el agrado que mis dedos le proporcionan presionando sobre su sexo. Volví a frotar arriba y abajo, fuerte, seguido, observando como se tensaba su cuerpo de un repentino placer.
Los dedos apartaron sus bragas para meterse bajo ellas en la hendidura de su sexo, palpándolo con avidez, acariciándolo en la superficie e introduciéndose en su interior.  Ayu había dejado de oponer cualquier resistencia, sólo escuchaba los gemidos que mis hábiles dedos sacaban de su garganta como celestiales notas musicales. Tampoco se opuso cuando no sin esfuerzo tiré de sus bragas hacia delante.  Seguíamos sin vernos las caras, ella sentada sobre mi, vencida, dejándose llevar. Yo me deshice también de mis calzoncillos sin dejar que ella tan apenas se despegara de mi, pero aún quedaba el sarong, que le llegaba casi hasta los pies y resultaba un obstáculo. Lo más sencillo hubiera sido quitárselo, pero intuía que se habría negado a quedarse sin él puesto, de modo que intenté aflojarlo, abrirlo más, dejarlo más suelto y manipulable, para poder subirlo hacia atrás. Tuve que emplear mis dos manos para ir subiendo el sarong mientras sus piernas iban quedando al descubierto, hasta que llegué a la parte alta de sus muslos, en ese momento ya pude coger el sarong por detrás y elevarlo por sus nalgas para dejar libre de obstáculos su sexo.    Nuestras piernas desnudas volvieron a pegarse, el contacto con la piel aumento la excitación, el calor emergió en nuestro cuerpo. Ayu podía notar perfectamente la envergadura de mi excitación.
Volví a frotar mis dedos en su sexo, notando como se humedecía cada vez más. Continuábamos sin hablar, sin mirarnos, ella dándome su espalda sentada sobre mis piernas. Intenté buscar la posición, que ella separara sus piernas, que las arqueara para facilitar la entrada de mi ansioso pene, tuve que ayudarla con mis manos cogiéndola por las piernas para mostrarle cuál era la posición adecuada sobre la que debía cabalgar sobre mi. Y por fin penetré en su interior. Me mantuve allí quieto hundido hasta la profundidad por unos breves segundos, sintiendo y haciéndola sentir el acoplamiento de nuestros cuerpos y el fuego que aquella fusión despedía. Después empecé a ejecutar los movimientos de empuje con mi pelvis a los que ella también enlazó con los suyos ascendentes y descendentes, deslizándose sobre mi como un mecanismo perfectamente engrasado.
Después de terminar, aún permanecimos sentados, yo sobre la cama y ella de espaldas sobre mi mientras seguía abrazándola, saboreando aquellos gloriosos instantes.