Descubriendo filipinas
Estaba sentado en el parque Rizal, justo
bajo la estatua del héroe nacional José Rizal, en Manila. Esperaba a tres chicas que no acudieron, en
esas encontré a Tom, un turista australiano, me contó que acababa de
divorciarse y para celebrarlo había decidido hacer un viaje a Filipinas. Nos fuimos juntos del parque y regresamos al
centro de Manila, pensando en buscar un restaurante para comer. Habíamos conectado bien. En la tarde
decidimos que al día siguiente nos iríamos a Banaue, al norte de Luzón en las
montañas, para ver las espectaculares terrazas de arroz y los extraordinarios
paisajes de la zona. Teníamos un plan de viaje.
En la noche salimos, probablemente
Manila es la ciudad de Asia con más vida nocturna y no podíamos perdérnoslo. El lugar indicado era el barrio de Ermita,
famoso por la gran cantidad de bares y clubs nocturnos donde las chicas
bailaban desnudas, abiertos 24 horas. El
escaparate era inmenso. Las calles
principales del barrio de Ermita se encontraban llenas de clubs, y los clubs
llenos de chicas que se movían en su interior en bragas y sujetador. Bailaban en la barra del bar o en pequeños
escenarios para el público, hombres anhelantes del exotismo femenino asiático,
hambrientos de sexo con chicas jóvenes, pues todas las bellas bailarinas no
sólo mostraban sus encantos, sino que los entregaban a quienes estuvieran
dispuestos a pagar por ellos. Hicimos
una ronda por varios de esos clubs, en alguno tomamos una cerveza mientras
observábamos a las chicas en sus eróticos bailes, o nos dejábamos seducir con
el poder de sus delicados encantos que mostraban sus cuerpos desnudos. En todos los clubs había una buena cantidad
de chicas, en la mayoría superando con mucha diferencia al número de clientes,
lo que irremediablemente significaba tener siempre al lado a una u otra
intentando promocionar sus servicios haciendo gala de sus mejores habilidades,
existía una gran competencia y obviamente todas trataban de conseguir su parte
del negocio. Por lo que pude ver, Ermita
era el mercado del sexo más grande del mundo, título que años más tarde le
arrebató Ángeles, ciudad cercana, cuando un alcalde de Manila se propuso
erradicar la prostitución cerrando este tipo de locales.
Al final todos los clubs eran lo mismo,
de modo que como ninguno de los dos pretendía ninguna de esas chicas terminamos
en un bar normal pero con buen ambiente, saciada la curiosidad sobre las chicas
de los clubs, este lugar resultó mucho más interesante, con una variada
clientela y una atmósfera auténticamente local.
Al día siguiente nos levantamos
relativamente temprano, desayunamos y fuimos cada uno a recoger nuestras
mochilas al hotel. De allí y antes de ir a la estación de autobuses, nos
dirigimos a una casa de cambio, los dos estábamos recién llegados, yo lo había
hecho hacía dos días y sólo había cambiado 50 dólares en el aeropuerto. Al ir a sacar el dinero de la barriguera que
llevaba por debajo del pantalón, observé que no se abría la cremallera. Me
entró un escalofrío. Miré a ver qué le
pasaba. Lo que ocurría es que alguien la había cosido. No me hizo falta ver nada para adivinar el
desastre. Tuve que cortar el hilo con la
navaja para poder abrir la cremallera, al meter la mano lo que saqué fue un
fajo de papeles blancos recortados a la medida de los cheques de viaje que
llevaba allí, nada menos que 8.000 dólares.
Las piernas me temblaban.
Dos días antes, es decir, el mismo día
de mi llegada, en Intramuros, la parte antigua de Manila, había conocido a dos
chicas, hicimos una pequeña amistad y me llevaron a su casa, donde vivía una
amiga más. Fue allí donde me robaron,
pero esta es otra historia.
El golpe fue duro, estaba haciendo una
vuelta al mundo y eso podía significar que mi viaje se terminaba allí. Afortunadamente me quedaban 150 dólares que
no me habían robado, más un cheque de viaje de 100 dólares que las ladronas
tuvieron a bien dejarme entre los papeles recortados. Después de todo, pensé cuando ya estaba más
calmado, no se podía decir que fueran unas ladronas despiadadas, habían dejado
algo para mí.
Era evidente que mi viaje a Banaue se
había abortado. Le dije a Tom, el australiano, que tendría que ir solo, pero él
renunció también y dijo que se quedaba hasta que se resolviera mi
problema. Lo primero fue ir a la policía
para denunciar el robo. Allí tuve una
buena discusión con el policía que me tomaba declaración, no quería firmarla si
no le daba dinero. Naturalmente le había dicho que me habían robado todo, aún
así me pedía dinero, justificando su actitud diciendo que gracias a él yo
podría recuperar mis cheques de viaje.
Tuve que plantarle cara, primero en tono amistoso, después, en un tono
con menos consideraciones, haciendo
valer mis derechos y la obligación en hacer su trabajo.
Con la denuncia hecha y firmada en la
policía, fui a los dos bancos emisores de los cheques de viaje, Banco de
América y City Bank, para notificar el robo y reclamar la reposición de los
cheques, 4.000 en cada banco. Dada la elevada cantidad no podían reponerme el
dinero en seguida, sino que debería esperar unos días, pues debían contar con
la autorización de la oficina central en América.
Tom me había acompañado durante toda la
mañana en estas gestiones, ahora sólo quedaba esperar, antes habíamos regresado
a su hotel para tomar allí dos habitaciones. El viaje había quedado pospuesto por tiempo
indefinido y aunque insistí para que Tom se fuese a Banaue, él decidió quedarse
conmigo en Manila.
Pasé el día abatido, en parte furioso
conmigo mismo por haberme dejado engañar por las chicas que me habían robado,
por suerte eran cheques de viaje y confiaba en poder recuperarlos, aún así me
costaba mantener el ánimo. Lo mejor para
elevarlo otra vez era salir por la noche, y eso hicimos, y dónde mejor que al
barrio de Ermita. Ya conocíamos los clubs de chicas y no nos interesaban, de
manera que fuimos directamente a la zona de los bares normales, con gente
normal y ambiente genuinamente local.
Para no ser un día de fin de semana
había un buen ambiente, bares con música y chicas normales, pronto me olvidé de
la amargura de la pérdida de los cheques de viaje. En uno de ellos conocimos a
dos chicas, muy jóvenes, tanto que debían tener la edad de los hijos de Tom,
les pedimos que se sentaran con nosotros y aceptaron. Desde el primer momento su compañía nos proporcionó
el ánimo que por lo menos a mi me había faltado durante el día, además de jóvenes, eran atractivas, delicadas,
encantadoras, sonreían con facilidad y, sobre todo, nos prestaban una atención
que jamás hubiéramos soñado en nuestros países de origen. Sin esperarlo, había encontrado el antídoto
perfecto para recuperarme.
Las invitamos a cenar y buscamos un
restaurante local de los que había por la zona.
Una de ellas se llamaba Isabhel, de las dos era la que más encanto
derrochaba y quien me cautivó desde su primera sonrisa. Mezclaba inocencia y atrevimiento a partes
iguales, irremediablemente me atraía y no hice nada por ocultarlo, más al
contrario, coqueteaba con ella mostrándole todo el entusiasmo que me hacía
sentir.
Terminada la cena salimos del restaurante
y nos metimos en un local donde se anunciaba para más tarde la actuación de una
banda de música, tomamos una de las pocas mesas que quedaban libres y entonces
ellas dos empezaron a hablar en tagalo, la lengua local. Algo ocurría. Le pregunté a Isabhel qué pasaba. Me dijo que
ya era tarde y que debían ir a casa. De
repente sentí el golpe de la desilusión. En realidad discutían porque la amiga
quería ir a casa e Isabhel deseaba quedarse. Yo le pedí a Isabhel que se
quedara, al menos un rato más.
Finalmente la amiga se marchó, salió a
la calle y tomó un jeep de los que hacían el transporte urbano en Manila, e
Isabhel se quedó con nosotros. Creo que para
ella aquel encuentro suponía una aventura de la que no estaba dispuesta a
renunciar.
Lo pasamos bien, aunque la alegría de tener
a Isabhel no dejó olvidar cierta preocupación cuando más tarde me dijo que no
iba a ir a casa, que se quedaba conmigo.
La convencí para que por lo menos llamara a sus padres para que ellos no
estuvieran preocupados y afortunadamente me hizo caso. Salimos a la calle para alejarnos del ruido y
buscamos un teléfono público en un lugar tranquilo, llamó a su casa y habló con
su madre, que hacía rato la estaba esperando.
Como excusa, le dijo que estaba en la casa de su amiga y que se quedaba
allí a dormir.
Tomamos un taxi hasta nuestro hotel, un
hotel pequeño de mala muerte. Era de
planta baja y de la recepción se accedía a una especie de patio interior al
descubierto donde quedaban distribuidas las habitaciones. Nos despedimos de Tom
y nos metimos a la habitación, en sintonía con la decrepitud del hotel. Desde
luego no era la clase de habitación que
uno hubiera deseado para culminar una noche tan especial.
Nada más quedarnos solos en la penumbra
de la habitación hice lo que estaba deseando desde mucho antes de llegar: la
cogí por la cintura y la estreché contra mí.
Isabhel no hizo ninguna oposición a mi
abrazo, a las caricias y a los besos que buscaban sus tiernos labios. Ella se
abrazaba a mi cintura amagada sobre mi pecho guardando silencio, dejando que
fuera yo quien hablara, quien murmurara en su oído palabras dulces y suaves
mientras mis manos se deslizaban por los contornos de su cuerpo.
Vamos a acostarnos, le dije despegando
nuestros cuerpos. Ella obedeció en silencio y empezó por quitarse las
zapatillas deportivas que llevaba puestas. Hasta entonces se había mostrado muy
desenvuelta y atrevida, pero ahora no podía ocultar cierta timidez. Conecté el gran ventilador que colgaba del
techo, encendí una pequeña lámpara sobre la única mesilla existente y apagué la
luz de la habitación, entonces fui desnudándome también. Cuando Isabhel terminó de quitarse la
camiseta y el short, quedándose con las braguitas y el sujetador se fue a la
cama y se tendió en ella boca arriba. La miré antes de acostarme para
deleitarme de aquella visión maravillosa, aún en la penumbra se apreciaba el
esplendor de su delicado cuerpo, la tersura de su piel morena cubierta sólo por
la sencilla ropa interior de color blanco, mirándome a su vez tendida sobre la
cama sin decir nada, esperando que
ocupara mi lugar e hiciera lo que tenía que hacer.
Me acosté a su lado y llevé mis labios
hasta los suyos, los besé suavemente, rozándolos, extendiendo el roce sutil en
su mejilla y su cuello mientras mis dedos jugaban en su piel de seda, mirándola
y sonriéndole intentando transmitirle tranquilidad, seguramente su falta de
experiencia le causaba el pudor que parecía mostrar en su mirada, por eso
procuré ir despacio y suave, apartando la brusquedad de cualquier gesto, dejando
que fuera la ternura la guía de mis actos.
Volvimos a abrazarnos en la cama
fundiendo nuestros cuerpos, oprimiéndolos el uno contra el otro, retorciéndonos
sobre las sábanas, enredándose nuestras piernas y nuestros brazos entre giros y
rotaciones sobre nosotros mismos. Sentir
la suavidad de su piel, las sonoras sonrisas, el brillo de sus ojos,
multiplicaba el placer que ya sentía por adelantado.
Era el momento de despojarla de la ropa
que le quedaba puesta, primero introduje mi mano bajo el sujetador y palpé con
suavidad la forma de su pecho, timbré alrededor de su pezón notando como se
erizaba, pero cuando intenté desabrochar el sujetador hizo un gesto de
oposición, era el pudor quien se interponía.
Me pidió si podía apagar la luz. Yo
estaba dispuesto a complacerla, pero concederle la abstinencia visual era
privarme de una parte fascinante de aquellos momentos. Aludí que tan apenas había luz, y era cierto,
la lámpara alumbraba poco, aún así para tratar de contentarla la cubrí con una
camiseta dejando una abertura, pero eso tampoco la complacía del todo. Finalmente accedió a dejarla así, aunque a
cambio me pidió que subiera la sábana que poco antes había echado hacia atrás,
y nos cubriéramos con ella. Tuve que
acceder a su petición y tiré de la sábana echándola sobre nuestros
cuerpos. Así ya parecía estar más
dispuesta a que yo prosiguiera con mis intenciones de dejarla sin su ropa
interior, pero antes de eso le pregunté mirándola a los ojos: ¿es la primera
vez?. Si, respondió ella devolviéndome
la mirada.
Era virgen. Ser el primero podía ser un honor para
cualquier hombre, yo me lo tomé más como una responsabilidad, Isabhel me
agradaba mucho y deseaba que pudiera recordar su primera vez para siempre.
Retiré el sujetador dejando libres sus
juveniles y redondos senos, los besé y punteé con el extremo de mi legua sobre
sus pezoncitos, a la vez que mi mano descendía para introducirse bajo sus
bragas. Rocé su clítoris con la yema de
mi dedo, lo froté varias veces notando como se removía ligeramente por la
excitación que eso le provocaba. Luego
fui bajando sus braguitas hasta quitárselas, a continuación fui yo quien se
quitó el calzoncillo. Volví a acariciarla, la notaba nerviosa, quizá temerosa,
aunque no decía nada.
No te preocupes, verás que todo va a ir
bien, le dije.
Isabhel dejaba que yo tomara la
iniciativa de todas las acciones, ella confiaba en mi y esa era suficiente
recompensa para no dejar de agradarla, de estimular sus sensaciones y llevarla
al orgasmo, su primer orgasmo.
Mi dedo reapareció de nuevo sobre su
clítoris, lo presioné y lo froté a uno y otro lado, con suavidad primero y con
celeridad después, luego lo introduje despacio en su vagina, tanteando en su
interior, hasta meterlo entero. Isabhel
permanecía sin decir nada, todo iba bien.
Para que notara el grado de mi
excitación, hice que cogiera mi pene con la mano, eso la hizo sonreír. Me incorporé colocándome frente a ella de
rodillas en la cama entre sus piernas abiertas, para entonces la sábana que nos
cubría había desaparecido, y antes de penetrarla volví a masajear un poco más
su clítoris para poner su sexo a punto. Después
apunté con el pene erecto y duro a la entrada guiándolo con la mano, y con la
punta del capullo froté en su clítoris.
Me encantaba mirarla a los ojos y ver cada gesto de su rostro.
Llegó el momento de penetrar en aquel templo
virgen entre las piernas de Isabhel.
Acoplé mi cuerpo al de ella e hice varios intentos sin conseguir entrar
en la hendidura, luego guiado por la mano el pene encontró el camino y no sin cierta
resistencia penetró en aquel sagrado lugar convirtiéndome en su primer fiel
adepto. Lo hice despacio, con suavidad, observando qué sucedía, atento a
cualquier gesto. El conducto de su
vagina parecía algo estrecho y además estaba poco lubricado, como acostumbra a
suceder con las mujeres asiáticas, quienes en general humedecen poco. Le
pregunté si iba bien así y ella contestó afirmativamente. Poco a poco los
movimientos fueron ascendiendo en intensidad, los dos fuimos encontrando la
confianza y la tranquilidad para desalojar la preocupación y aumentar el ritmo
de nuestros impulsos.
Del ritmo lento y pausado inicial, a
medida que el ariete fue haciéndose sitio en su interior penetrando con más
fluidez, pude descuidar la obligada delicadeza para entrar hasta el fondo sin
cesar en las embestidas, llevándolas hasta consumar con el placer aquel
maravilloso momento. Pocas veces después
de un polvo he tenido una sensación igual, no por haber desvirgado una sílfide,
sino por haber compartido con ella tan extraordinaria experiencia.
La recuperación del dinero llevó varios
días viéndome obligado a quedarme en Manila, pero bendita obligación, Isabhel
permaneció conmigo sin regresar a su casa durante toda la semana que tuve que
esperar, en la cuál fuimos mejorando cada día en nuestros frecuentes actos
sexuales, pues no paramos de follar en todo el tiempo y a todas horas.