Era mi primer vuelo a Singapur, subí al avión de Royal
Jordania en Madrid, teníamos que hacer escala en Amán y luego proseguir hasta
Singapur.
Fui andando por el pasillo con la tarjeta de embarque
en la mano, contando las filas hasta que llegué a la mía, miré a derecha e
izquierda para localizar la letra que me correspondía, los tres asientos de la
derecha estaban vacíos, pero no, no estaba allí mi sitio, miré a la izquierda y
el primer asiento del pasillo estaba libre, ese era el mío. Los otros tres
asientos de la fila estaban ya ocupados por tres personas, un matrimonio y su
hija, que casualmente se encontraba junto a mi asiento. Saludé.
Coloqué mi mochila en el compartimento superior y a
continuación tome posesión de mi sitio. Inevitablemente la vista se me fue un
poco más allá, justo hasta las preciosas piernas de la chica que ocupada el
asiento de al lado y que iba a ser mi vecina de vuelo. ¡Qué piernas!, pensé.
Llevaba un vestido negro algo ajustado que al sentarse se le había subido
dejando al descubierto parte de sus suaves extremidades. Su vestido negro hacía
un bonito contraste con sus blancas y delicadas piernas. ¡Qué suerte!, pensé después de acomodarme
volviendo a mirar de frente pero con el pensamiento clavado en aquellas
piernas.
En seguida entablé conversación con los tres, las
preguntas clásicas de qué tal, dónde vas o dónde has estado, ellos eran
australianos que regresaban a su país después de pasar las vacaciones en
España. La hija, mi vecina, tendría unos
veinte años, o quizá menos.
Una vez que el avión despegó y nos pusimos en ruta,
aunque los padres parecían simpáticos, su hija y yo desestimamos que siguieran
formando parte de la conversación y nos centramos en nosotros dos. La chica era un encanto y no tardó en surgir
una espontánea confianza entre nosotros.
Cuanto más la miraba más guapa me parecía. Para tener un poco más de
intimidad en nuestra conversación, ella estaba girada hacia mi y yo hacia ella,
de forma que su rodilla izquierda se chocaba con mi rodilla derecha, con los
rostros inclinados y nuestras mejillas casi rozándose. ¡Dios, qué calor ascendía por mi cuerpo!.
La hora de la cena rompió aquellos mágicos momentos.
Llegamos a Amán a última hora de la tarde, ya de
noche. Tuvimos que pasar a la zona de tránsito e ir a los mostradores para
sacar la tarjeta de embarque a Singapur.
Como presentamos los cuatro pasaportes a la vez, nos dieron los cuatro
asientos juntos. Luego sólo quedaba
esperar. Había una especie de camillas verdes y cada uno escogió una para
tumbarse a descansar, bueno, menos la chica y yo que nos sentamos juntos en una
de ellas.
Volvimos a abordar el nuevo avión, el despegue debía
ser alrededor de las doce de la noche.
Nos habían dado una fila central a la mitad del avión. Cuando ya estaba
a bordo todo el mundo, nos fijamos que varias filas de la parte trasera iban
completamente vacías. La chica y yo nos
miramos, los dos estábamos pensando en lo mismo. ¿Vamos a la parte de atrás?,
fue la pregunta, aunque en realidad no recuerdo quién de los dos fue el que la
hizo. Ella se lo dijo a sus padres, que
nos cambiábamos a la parte trasera para ir más anchos, aunque verdaderamente
era para todo lo contrario.
Nos fuimos a una de las últimas filas, nadie a nuestro
alrededor, completamente solos. Nos miramos y sonreímos de felicidad.
Tomamos los tres asientos de la parte izquierda y
después de despegar, alcanzada la altura de vuelo y liberados del cinturón, le
pedimos a la azafata una manta. Las
luces se apagaron poco después. Nosotros levantamos los reposabrazos para que
no molestaran y nos acercamos un poco más, tocando nuestros hombros. Nos miramos en la penumbra, no necesitábamos
decirnos nada para saber lo que ambos estábamos deseando, nuestros labios se
chocaron, primero con suavidad, después con la avidez de querer saciar la
espera que había mantenido aplazado ese momento.
Nuestros cuerpos se retorcían el uno sobre el otro
ajenos al lugar donde nos encontrábamos, ajenos a todo, contagiados por el
ardiente delirio que zumbaba en nuestros
sentidos.
Nuestras bocas combatían con besos apasionados y
movimientos impetuosos, una de mis manos atrapaba sus piernas suaves y tersas,
ascendiendo por sus muslos ansiosa por llegar a la zona más caliente entre sus
ingles. La otra trepaba por los contornos de su cuerpo, acariciaba su cuello o
se introducía en su escote. Aquellos
ocultos y deliciosos pechos que ahora podía agarrar con mi mano.
Cuando por fin mi mano izquierda pudo meterse, no sin
cierta dificultad, bajo su braguita y mi dedo anular se introdujo en la humedad
de su coño, ella se detuvo, rehizo un poco su postura y dijo: ¡wait!, espera.
Levantó un poco el culo del asiento y estiró de sus bragas para sacarlas. El camino quedaba libre. A continuación cogió la manta que nos habían
dado y la colocó sobre los dos, una vez bajo la manta se subió el vestido hasta
la cintura y se colocó de lado dándome la espalda girándose hacia la
ventanilla. Mientras ella hacía esto yo desabrochaba el cinturón y los botones
de mi pantalón, tirando de él y de los calzoncillos hacia abajo.
Palpé su redondeado trasero igual que un ciego
palparía un objeto para reconocerlo, mi mano se abrió paso entre sus nalgas
para llegar hasta la vagina, acariciar su clítoris e introducir de nuevo mi
dedo en la profundidad de su coño. Ella
gemía levemente, lo que a mi me ponía más cachondo de lo que ya estaba. Mi otra
mano se introducía por debajo de su brazo para llegar a sus pechos,
desabotonando primero la parte superior de su vestido y así poder agarrarlos
con facilidad. Luego cambié mi mano izquierda
y en lugar de frotar desde atrás, la pasé por encima de su cadera y la
introduje por delante. Ella se retorció
un poco más, aplastando su culo contra mi polla dura. Ya no podíamos esperar
más. Separé un poco sus piernas, acomodé la posición de sus nalgas y metí la
polla entre ellas buscando la hendidura de su mojado coño. Al encontrarla, empujé y la polla se hundió
con suavidad.
Seguí sin parar empujando contra sus nalgas,
sujetándola por su cadera y de sus pechos de las delirantes embestidas que mi ímpetu
le proporcionaba. La manta se fue al suelo, quise cogerla pero se me escapó,
mejor, así podía verla desde atrás todo lo que la oscuridad me dejaba, tal vez
alguna azafata estaba mirando, pero qué más daba.
Mis furiosas acometidas se aceleraron presagiando el
clímax que llegaba, ella también aumentó sus gemidos ahogados, reprimiendo los
gritos de placer que querían salir de su garganta. Nos corrimos, el orgasmo fue grande y
especialmente delicioso. Las sacudidas
que había producido nuestra agitación se aplacaron dejando en el silencio y la
oscuridad el único sonido de nuestra respiración jadeante.
Ella recogió la manta del suelo y me la dio para que
la colocara de nuevo sobre nosotros.
Continuamos así, pegados el uno contra el otro, en la misma posición,
descansando y recuperando fuerzas para el próximo polvo.
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