Tren Bulawayo-Harare
Había pasado varios días en Bulawayo en casa de mi
querido amigo Allen, un blanco residente allí de origen inglés, ahora tocaba
viajar a Madagascar y debía ir a la capital Harare para tomar allí el
avión. Después regresaría de nuevo a
Bulawayo.
El trayecto tendría poco más de 500 kilómetros, pero
el tren era muy lento y tardaba en llegar unas doce horas. La salida era temprano por la mañana y el
tren, como los demás, era una reliquia del periodo colonial, todo de madera por
fuera y por dentro, con compartimentos independientes para seis personas. La verdad que tenía su encanto, además estaba
bien cuidado, por aquella época aún no se había desatado la locura del
presidente Mugabe y la economía del país estaba entre las mejores de África. El
presidente todavía no había dilapidado la herencia de los ingleses.
Subí con la mochila a la espalda y el billete en mano,
cuando entré en mi compartimento sólo había un ocupante, una chica muy joven y
guapa, mulata, o, como los llamaban allí, “colour”. Era la forma con significado despectivo con
que denominaban los zimbawenses a las personas que tenían sangre inglesa, es
decir, descendientes de padre o madre blanco.
El tren arrancó y no subió nadie más en nuestro
compartimento, de momento íbamos a ir solos.
Cerramos la puerta acristalada y entramos en conversación, la chica era
agradable, simpática y bastante joven, posiblemente por debajo de los 18. Todo un bomboncito.
Los kilómetros pasaban y en el compartimento no entró
nadie más, salvo el revisor del tren.
Ciertamente había paradas en el camino y subía gente, pero ya en la
primera parada pude darme cuenta que los pasajeros subían sin número de
asiento, por lo que iban buscando compartimento a compartimento donde hubiera
sitio libre. Se me ocurrió una idea para
tratar de seguir viajando solos, la verdad que cada vez nos encontrábamos más a
gusto los dos y no deseaba que extraños rompieran aquella magia que flotaba en
el compartimento, de modo que de común acuerdo, cada vez que el tren paraba en
un lugar echábamos el cerrojo de la puerta y corríamos las cortinas. No falló,
algunos empujaban la puerta, pero al ver que se encontraba cerrada y no podían
ver nada en el interior, proseguían su camino hacia otro compartimento.
Creo que el ser cómplices de este hecho, el
mantenernos en silencio y ver que nuestra treta funcionaba cuando parábamos en
una estación, nos proporcionó los primeros momentos excitantes del viaje. Es cierto que un rato después de arrancar
venía el revisor, quien al encontrarse la puerta cerrada llamaba a la puerta,
entonces yo descorría la cortina y él veía que continuábamos sólo nosotros dos,
de manera que no decía nada y seguía el camino por el pasillo.
Esta pequeña trampa nos ponía algo eufóricos cada vez
que la practicábamos y nos daba el resultado deseado, y tanto nos gustó, que ya
permanecimos todo el tiempo cerrados por dentro y con las cortinas echadas, de
forma que se podía decir teníamos nuestra propia intimidad. Desde luego era una sensación hermosa, los dos
solos, aislados de la gente y con la ventana ofreciéndonos imágenes en
movimiento. Hubiera podido seguir así dando la vuelta al país entero.
No sé en qué momento, pero de forma espontánea
nuestras bocas se unieron. Se unieron y
ya no querían separarse.
Teníamos el compartimento para nosotros solos y el
mundo en silencio ahí fuera transmitiéndonos bellas imágenes, y recostada sobre
mí la tenía a ella, una criatura tierna, dulce y hermosa, de piel suave color
canela, no podía haber imaginado viaje más romántico.
Con ella en mis brazos le pregunté cuántos años tenía.
Dieciocho, me dijo. ¿De verdad?, pregunté, pues yo la veía muy joven, le dije
que quizá tenía menos y se estaba poniendo más edad. No, no, tengo los
dieciocho, aseguró. Su edad era el único obstáculo que yo veía, aún parecía
casi una niña.
Intentó convencerme con sus argumentos de que ya era
una chica mayor, tenía sus estudios y su independencia, ahora mismo estaba
viajando sola hasta Harare para ir a la casa de una tía. La verdad que si en apariencia
su imagen transmitía una tierna juventud, con su cerebro demostraba que era lo
suficientemente adulta. Podía haberle
pedido su tarjeta de identidad para tener la certeza, pero no estaba bien
mostrarle desconfianza.
Me olvidé de la edad y volvimos a los besos, las
caricias, los arrumacos.
No opuso ninguna resistencia a ninguna de las
manifestaciones de cariño que mis besos y mis manos le ofrecían, se entregaba a
ellos con los ojos cerrados, dejando que yo fuera el timonel en aquella
aventura que habíamos emprendido.
Antes de proseguir, me levanté un momento y eché mano
a la mochila, cogí una tela tipo pareo y la coloqué sobre el alargado asiento
de escay para cubrirlo, y volví a los menesteres sin perder tiempo. Ella se acostó sobre el pareo, yo la besé
suavemente en los labios, en la oreja y en el cuello debajo de ella, sintiendo
como se estremecía. Ella no hacía nada, sólo me miraba y a veces, cuando mis
labios o mis dedos jugaban en su cuerpo, cerraba los ojos exhalando un leve
suspiro.
Le subí la camiseta a través del cuerpo y ella
dócilmente se incorporó estirando los brazos para que yo se la sacara del
cuerpo. Sus bonitos y erguidos senos
quedaron al descubierto, qué hermosura, me dije, sin poder reprimir el deseo de
cogerlos y acariciarlos con mi mano.
Yo también me despojé de la camiseta y me coloqué
encima de ella, parecía tan frágil, tan delicada, tan increíblemente mía, que
ahora fui yo quien suspiró. Besé sus
pechos y mi lengua jugueteó con sus pezones, fascinado al sentir como se retorcía
y gemía ligeramente debajo de mí.
Desabotoné sus vaqueros y fui tirando de ellos hacia
abajo hasta sacarlos por completo, dejando su cuerpo cubierto solamente por
unas finas braguitas blancas. Ahora tú,
me dijo. Y yo obedecí encantado sus
órdenes.
Ya estábamos los dos por igual, ella había dejado que
yo tomara la iniciativa, que la cubriera con mis caricias, sin embargo no había
recibido la misma respuesta de su parte, aunque ciertamente no era nada
necesario para estar igualmente excitado, sólo con tenerla allí, con mirarla y
poder acariciarla, mis sensaciones se ponían en órbita. Al ver el exagerado bulto que sobresalía del
calzonzillo se rió. Estaba más empalmado que un burro.
Posé mi mano sobre su sexo encima de su braguita,
froté arriba y abajo para excitarla y luego me coloqué encima para que sintiera
el bulto oprimiendo encima de su sexo. Volví a frotar encima con la polla dura
como un palo, suavemente.
Lo hacía todo sin ninguna prisa, disfrutando del
deleite que suponía tenerla allí y queriendo alargar lo más posible ese momento
único, sin ser realmente consciente de donde nos encontrábamos. El constante vaivén del tren, el sonido de
las ruedas metálicas rozando en los raíles, el run run pausado de la marcha, lo
hacía todo aún más fascinante.
Tiré hacia debajo de sus braguitas, que fueron
deslizándose a través de sus delicadas piernas hasta desaparecer por los
pies. Ahora tú, dijo ella. Si, mi
pequeña princesa, ahora yo, le dije.
Volví a tenderme sobre su cuerpo con suavidad,
palpando su sexo con mi mano, frotando en su clítoris para aumentar su
estimulación, aunque realmente le ocurría como a mí, imposible estar ya más
estimulado, más excitado. Introduje un
dedo en su sexo, jugué en su interior con él, todo estaba a punto, su vagina
chorreaba.
Separé un poco sus piernas y mi pene buscó con ansia la
entrada del sabroso majar que lo esperaba, hizo varios intentos, pero por fin
encontró el camino adecuado y penetró sin resistencia hasta el fondo.
Estuvimos haciendo el amor hasta que notamos la
disminución de la marcha y los chirridos de las ruedas anunciaban la llegada a
una nueva estación. Ni idea de dónde estábamos, ni idea de cuánto faltaba para
Harare, pero había que vestirse rápido otra vez pues la gente pronto empezaría
a subir al tren.
Llegamos a Harare a última hora de la tarde, poco
antes del anochecer. Yo tenía que ir al hotel y la chica a la casa de su tía,
pero dijo que iría más tarde y me acompañó hasta el hotel. Como no estaba
lejos, unos 15 minutos, fuimos a pie. Entramos los dos en la recepción y pedí
la habitación, ya con las llaves en al mano ella me dijo si quería que se
quedase conmigo hasta el día siguiente.
Si, por supuesto quería que se hubiese quedado conmigo esa noche, pero
no podía quitarme de la cabeza su edad, si realmente tendría los 18 o todavía
no. Si no los tenía, podía meterme en un
buen lío si ocurría algo inesperado. Le
dije que era mejor que fuese a la casa de su tía, que la estaría esperando y si
no llegaba se iba a preocupar. Dijo que
no había problema, la podía llamar desde el hotel para decirle que iría al día
siguiente. Pero entonces qué excusa le
iba a dar, ¿qué iba a quedarse con un extranjero en su hotel?. Realmente la sugerencia era altamente
tentadora, pero temí que pudiera haber alguna complicación, cualquiera sabe, no
conocía de nada a aquella chica, quizá su tía, cualquier otra persona, la
policía, podía presentarse allí en el hotel a buscarla y verme envuelto en una
serio problema.
A pesar de no estar de acuerdo con mi propia decisión,
le dije que prefería que fuese con su tía, ella, tal como hizo durante todo el
tiempo del viaje, asintió aceptando mi deseo.
Como ella solo iba a estar dos semanas en Harare y yo un mes en
Madagascar, le dije que si quería podíamos vernos en mi regreso a Bulawayo. Admitió la propuesta y me escribió en un
papel su dirección y teléfono, quedamos que en cuanto llegara a Bulawayo la
llamaría.
Dudé en pedirle que subiera antes a la habitación para
despedirnos allí de una manera más íntima, pero si lo hacíamos sabía que la
cosa se podía enredar. La vi alejarse
con cierta melancolía, tan solo había pasado unas horas con ella, pero no había traspasado la puerta de salida
del hotel y ya la estaba echando de menos.
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