viernes, 6 de abril de 2012

Zimbawe





Tren Bulawayo-Harare



Había pasado varios días en Bulawayo en casa de mi querido amigo Allen, un blanco residente allí de origen inglés, ahora tocaba viajar a Madagascar y debía ir a la capital Harare para tomar allí el avión.  Después regresaría de nuevo a Bulawayo.
El trayecto tendría poco más de 500 kilómetros, pero el tren era muy lento y tardaba en llegar unas doce horas.  La salida era temprano por la mañana y el tren, como los demás, era una reliquia del periodo colonial, todo de madera por fuera y por dentro, con compartimentos independientes para seis personas.  La verdad que tenía su encanto, además estaba bien cuidado, por aquella época aún no se había desatado la locura del presidente Mugabe y la economía del país estaba entre las mejores de África. El presidente todavía no había dilapidado la herencia de los ingleses.
Subí con la mochila a la espalda y el billete en mano, cuando entré en mi compartimento sólo había un ocupante, una chica muy joven y guapa, mulata, o, como los llamaban allí, “colour”.  Era la forma con significado despectivo con que denominaban los zimbawenses a las personas que tenían sangre inglesa, es decir, descendientes de padre o madre blanco.
El tren arrancó y no subió nadie más en nuestro compartimento, de momento íbamos a ir solos.  Cerramos la puerta acristalada y entramos en conversación, la chica era agradable, simpática y bastante joven, posiblemente por debajo de los 18.  Todo un bomboncito.
Los kilómetros pasaban y en el compartimento no entró nadie más, salvo el revisor del tren.  Ciertamente había paradas en el camino y subía gente, pero ya en la primera parada pude darme cuenta que los pasajeros subían sin número de asiento, por lo que iban buscando compartimento a compartimento donde hubiera sitio libre.  Se me ocurrió una idea para tratar de seguir viajando solos, la verdad que cada vez nos encontrábamos más a gusto los dos y no deseaba que extraños rompieran aquella magia que flotaba en el compartimento, de modo que de común acuerdo, cada vez que el tren paraba en un lugar echábamos el cerrojo de la puerta y corríamos las cortinas. No falló, algunos empujaban la puerta, pero al ver que se encontraba cerrada y no podían ver nada en el interior, proseguían su camino hacia otro compartimento.
Creo que el ser cómplices de este hecho, el mantenernos en silencio y ver que nuestra treta funcionaba cuando parábamos en una estación, nos proporcionó los primeros momentos excitantes del viaje.  Es cierto que un rato después de arrancar venía el revisor, quien al encontrarse la puerta cerrada llamaba a la puerta, entonces yo descorría la cortina y él veía que continuábamos sólo nosotros dos, de manera que no decía nada y seguía el camino por el pasillo.

Esta pequeña trampa nos ponía algo eufóricos cada vez que la practicábamos y nos daba el resultado deseado, y tanto nos gustó, que ya permanecimos todo el tiempo cerrados por dentro y con las cortinas echadas, de forma que se podía decir teníamos nuestra propia intimidad.  Desde luego era una sensación hermosa, los dos solos, aislados de la gente y con la ventana ofreciéndonos imágenes en movimiento. Hubiera podido seguir así dando la vuelta al país entero.
No sé en qué momento, pero de forma espontánea nuestras bocas se unieron.  Se unieron y ya no querían separarse.
Teníamos el compartimento para nosotros solos y el mundo en silencio ahí fuera transmitiéndonos bellas imágenes, y recostada sobre mí la tenía a ella, una criatura tierna, dulce y hermosa, de piel suave color canela, no podía haber imaginado viaje más romántico.
Con ella en mis brazos le pregunté cuántos años tenía. Dieciocho, me dijo. ¿De verdad?, pregunté, pues yo la veía muy joven, le dije que quizá tenía menos y se estaba poniendo más edad. No, no, tengo los dieciocho, aseguró. Su edad era el único obstáculo que yo veía, aún parecía casi una niña.
Intentó convencerme con sus argumentos de que ya era una chica mayor, tenía sus estudios y su independencia, ahora mismo estaba viajando sola hasta Harare para ir a la casa de una tía. La verdad que si en apariencia su imagen transmitía una tierna juventud, con su cerebro demostraba que era lo suficientemente adulta.  Podía haberle pedido su tarjeta de identidad para tener la certeza, pero no estaba bien mostrarle desconfianza.
Me olvidé de la edad y volvimos a los besos, las caricias, los arrumacos. 
No opuso ninguna resistencia a ninguna de las manifestaciones de cariño que mis besos y mis manos le ofrecían, se entregaba a ellos con los ojos cerrados, dejando que yo fuera el timonel en aquella aventura que habíamos emprendido.

Antes de proseguir, me levanté un momento y eché mano a la mochila, cogí una tela tipo pareo y la coloqué sobre el alargado asiento de escay para cubrirlo, y volví a los menesteres sin perder tiempo.  Ella se acostó sobre el pareo, yo la besé suavemente en los labios, en la oreja y en el cuello debajo de ella, sintiendo como se estremecía. Ella no hacía nada, sólo me miraba y a veces, cuando mis labios o mis dedos jugaban en su cuerpo, cerraba los ojos exhalando un leve suspiro.
Le subí la camiseta a través del cuerpo y ella dócilmente se incorporó estirando los brazos para que yo se la sacara del cuerpo.  Sus bonitos y erguidos senos quedaron al descubierto, qué hermosura, me dije, sin poder reprimir el deseo de cogerlos y acariciarlos con mi mano.
Yo también me despojé de la camiseta y me coloqué encima de ella, parecía tan frágil, tan delicada, tan increíblemente mía, que ahora fui yo quien suspiró.  Besé sus pechos y mi lengua jugueteó con sus pezones, fascinado al sentir como se retorcía y gemía ligeramente debajo de mí.
Desabotoné sus vaqueros y fui tirando de ellos hacia abajo hasta sacarlos por completo, dejando su cuerpo cubierto solamente por unas finas braguitas blancas.  Ahora tú, me dijo.  Y yo obedecí encantado sus órdenes.
Ya estábamos los dos por igual, ella había dejado que yo tomara la iniciativa, que la cubriera con mis caricias, sin embargo no había recibido la misma respuesta de su parte, aunque ciertamente no era nada necesario para estar igualmente excitado, sólo con tenerla allí, con mirarla y poder acariciarla, mis sensaciones se ponían en órbita.  Al ver el exagerado bulto que sobresalía del calzonzillo se rió. Estaba más empalmado que un burro.
Posé mi mano sobre su sexo encima de su braguita, froté arriba y abajo para excitarla y luego me coloqué encima para que sintiera el bulto oprimiendo encima de su sexo. Volví a frotar encima con la polla dura como un palo, suavemente.
Lo hacía todo sin ninguna prisa, disfrutando del deleite que suponía tenerla allí y queriendo alargar lo más posible ese momento único, sin ser realmente consciente de donde nos encontrábamos.  El constante vaivén del tren, el sonido de las ruedas metálicas rozando en los raíles, el run run pausado de la marcha, lo hacía todo aún más fascinante.
Tiré hacia debajo de sus braguitas, que fueron deslizándose a través de sus delicadas piernas hasta desaparecer por los pies.  Ahora tú, dijo ella. Si, mi pequeña princesa, ahora yo, le dije.
Volví a tenderme sobre su cuerpo con suavidad, palpando su sexo con mi mano, frotando en su clítoris para aumentar su estimulación, aunque realmente le ocurría como a mí, imposible estar ya más estimulado, más excitado.  Introduje un dedo en su sexo, jugué en su interior con él, todo estaba a punto, su vagina chorreaba.
Separé un poco sus piernas y mi pene buscó con ansia la entrada del sabroso majar que lo esperaba, hizo varios intentos, pero por fin encontró el camino adecuado y penetró sin resistencia hasta el fondo.

Estuvimos haciendo el amor hasta que notamos la disminución de la marcha y los chirridos de las ruedas anunciaban la llegada a una nueva estación. Ni idea de dónde estábamos, ni idea de cuánto faltaba para Harare, pero había que vestirse rápido otra vez pues la gente pronto empezaría a subir al tren.

Llegamos a Harare a última hora de la tarde, poco antes del anochecer. Yo tenía que ir al hotel y la chica a la casa de su tía, pero dijo que iría más tarde y me acompañó hasta el hotel. Como no estaba lejos, unos 15 minutos, fuimos a pie. Entramos los dos en la recepción y pedí la habitación, ya con las llaves en al mano ella me dijo si quería que se quedase conmigo hasta el día siguiente.  Si, por supuesto quería que se hubiese quedado conmigo esa noche, pero no podía quitarme de la cabeza su edad, si realmente tendría los 18 o todavía no.  Si no los tenía, podía meterme en un buen lío si ocurría algo inesperado.  Le dije que era mejor que fuese a la casa de su tía, que la estaría esperando y si no llegaba se iba a preocupar.  Dijo que no había problema, la podía llamar desde el hotel para decirle que iría al día siguiente.  Pero entonces qué excusa le iba a dar, ¿qué iba a quedarse con un extranjero en su hotel?.  Realmente la sugerencia era altamente tentadora, pero temí que pudiera haber alguna complicación, cualquiera sabe, no conocía de nada a aquella chica, quizá su tía, cualquier otra persona, la policía, podía presentarse allí en el hotel a buscarla y verme envuelto en una serio problema.
A pesar de no estar de acuerdo con mi propia decisión, le dije que prefería que fuese con su tía, ella, tal como hizo durante todo el tiempo del viaje, asintió aceptando mi deseo.  Como ella solo iba a estar dos semanas en Harare y yo un mes en Madagascar, le dije que si quería podíamos vernos en mi regreso a Bulawayo.  Admitió la propuesta y me escribió en un papel su dirección y teléfono, quedamos que en cuanto llegara a Bulawayo la llamaría.
Dudé en pedirle que subiera antes a la habitación para despedirnos allí de una manera más íntima, pero si lo hacíamos sabía que la cosa se podía enredar.  La vi alejarse con cierta melancolía, tan solo había pasado unas horas con ella,  pero no había traspasado la puerta de salida del hotel y ya la estaba echando de menos.







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