La mujer de mi jefe
Estaba en mi
segundo año en Montreal, mi segundo invierno. Trabajaba en una pequeña empresa
donde mi jefe era el primero en estar al frente supervisando el trabajo,
también conocía a su mujer, pues solía venir de vez en cuando para realizar
trabajos en la oficina. También era mi
segundo año en la empresa, por suerte después del verano decidí cambiar de
apartamento e irme a vivir a uno que se encontrara cerca de mi trabajo, ahora
sólo tenía diez minutos a pie, cuando antes tenía más de una hora de autobús.
En pleno
invierno solía nevar unas cinco veces por semana, a veces sólo unos
centímetros, pero a veces hasta más de un metro en sólo unas horas. Suerte que los quitanieves pasaban
constantemente en las calles y que detrás de ellos los camiones del
ayuntamiento se encargaban de recogerla y llevársela, de lo contrario hubiera
sido imposible circular o andar en las calles.
Para mejorar
mi francés había tomado el tercer curso nocturno, como había cambiado de barrio
también tuve que cambiar de colegio, a diferencia del anterior que era una
escuela pública que en la noche se abría para dar clase de francés a adultos,
esta vez era un gran centro cívico-cultural donde se desarrollaban muchos y
diferentes cursos patrocinados por el ayuntamiento. Los había de todas clases.
Había iniciado
mi curso después de la Navidad, es decir estábamos en pleno invierno.
Naturalmente todos mis compañeros eran nuevos, la mayoría suramericanos y algún
asiático, al igual que los cursos anteriores.
La sorpresa fue que, al primer día de clase a la hora del “break”,
cuando fui a la cafetería me encontré con la mujer de mi jefe. También ella había empezado un curso de
algo. La verdad que hasta entonces
habíamos hablado poco, yo la veía en el trabajo a menudo, pero era la mujer del
jefe y tan apenas cruzábamos alguna palabra más allá de un saludo. Ahora, al
encontrarnos allí, después de la mutua sorpresa del encuentro, nos sentamos
juntos a tomar un café.
Pronto se
estableció una cierta confianza entre nosotros, de manera que no tardé en dejar
de verla como la mujer de mi jefe para verla una compañera más en aquel centro
cultural.
Debía tener
entre los treinta y seis y treinta y ocho años, quizá unos diez menos que mi
jefe, pero unos trece o quince más que yo.
Era rubia, de estatura media, muy guapa, de un cuerpo escultural y
siempre vestía muy bien, se podía decir que conocía su belleza y trataba de
potenciarla con todo lo que pudiera complementarla. A mi no se me había
escapado tanto su atractivo como su todavía cuerpo macizo desde el primer
momento en que la vi, pero el hecho de ser la mujer de mi jefe hacía que la
mirara con prudencia y distancia. Ahora, siendo compañeros en aquel centro
aunque de distintos cursos, podía verla de otra manera, de una manera más
cercana y equivalente, sobre todo porque ella me ofrecía su cercanía y
confianza. En el trabajo seguía siendo
la mujer de mi jefe, pero aquí era una amiga.
Nuestra
amistad se potenció y se fortaleció sin darnos cuenta, de una forma muy rápida.
Nos encontrábamos todos los días en la
pausa entre clase y clase, que duraba unos diez minutos, pero que nosotros
tomamos la mala costumbre de alargar, siempre éramos los últimos en regresar a
nuestras respectivas clases. A veces nos encontrábamos al terminar, pero
entonces ya era tarde y cada uno debía ir a su casa, más ella, que tenía una
familia.
El clima
estaba siendo muy duro, como era de esperar en el mes de enero, nevaba casi
todos los días y el sol hacia mucho tiempo que se encontraba desaparecido. Pero fue a primeros de febrero cuando tuvimos
la mayor nevada. Cuando terminé mi trabajo ya resultó difícil hasta salir al
exterior, pues la puerta se había quedado bloqueada por la nieve y no pudimos
salir hasta que pasó el quitanieves.
Llegué a mi apartamento sin mayor problema, a pie, pero las calles se
encontraban llenas de nieve, había caído una nevada descomunal y los
quitanieves no daban abasto. Después de
cenar, allí la hora de la cena era entre las cinco y las seis de la tarde,
debía ir a mis clases de francés. Tenía
mis dudas de si podía funcionar el transporte público, pero de todos modos salí
a la calle, vivía justo al lado del Boulevard Pio IX, la avenida por la que
debía ir hasta el centro cultural de Montreal-Nord. Me planté en la parada de autobús a esperar,
la calle estaba en penosas condiciones, pero al ser una gran avenida habían
pasado los quitanieves y se podía circular. El autobús llegó.
De la parada
del autobús al centro cultural habría menos de trescientos metros, así que ese
tramo lo hice a pie, como cada vez. Al
llegar ya me di cuenta de que el edificio se encontraba bastante desierto,
cuando fui a mi clase la puerta estaba cerrada, se había suspendido. Al parecer el profesor no había podido
desplazarse desde su domicilio por la nevada, y lo mismo había ocurrido con la
mayoría de clases, los únicos que nos encontrábamos allí éramos los que
vivíamos cerca. Había que volver a casa. Antes decidí pasarme por la cafetería,
pero incluso la cafetería estaba cerrada. La mujer de mi jefe también había ido a su
clase, ella llegaba por el Boulevard Henry Bourassa, que igualmente era una
gran avenida y la habían despejado de nieve, pero le ocurrió lo mismo, su clase
estaba suspendida por la falta del profesor, luego tuvo la misma idea que yo,
se pasó por la cafetería y allí nos encontramos.
Estuvimos
comentando la situación, habíamos ido hasta allí para nada, y ni siquiera
podíamos tomarnos un café. Teníamos que volver a casa. Entonces ella me dijo:
yo te llevo con mi coche.
Fuimos al aparcamiento
y nos subimos a su coche, tomamos el Boulevard Pio IX y ya sólo había que
seguir todo recto, pero había que ir despacio para evitar los patinazos, cosa
bastante habitual con la nieve. Yo vivía
en una calle adyacente a Pio IX, a unos cien metros, le dije a mi jefa que
podía dejarme en la esquina, no fuera a tener dificultades al entrar en mi
calle, pero entró y aparcó justo en frente de mi puerta. Teníamos que
despedirnos, cosa que a mi me disgustaba.
Las
circunstancias del clima nos habían dado la oportunidad de estar allí los dos
metidos en su coche a las puertas de mi casa, era una ocasión que no volvería a
repetirse, antes de llegar ya había ido pensando cómo podía aprovechar aquella
oportunidad, qué podía decirle, era innegable que ella me atraía y sospechaba
que yo no le desagradaba, pero en seguida la memoria me recordaba que era la
mujer de mi jefe, y eso me quitaba el valor que necesitaba.
Tuve la
impresión de que ninguno de los dos tenía prisa por despedirse, eso me hizo
decidirme.
-Si quiere (naturalmente yo le decía de usted), hoy
podemos tomarnos el café aquí en casa.
Ella aceptó.
Paró el motor del coche y descendimos. Casi no podía creerlo, había aceptado
sin la menor objeción.
Entramos en el
apartamento, que era en realidad un estudio. Tenía la entrada, donde nos
desprendimos de los abrigos y los dejamos en el colgador. También nos sacamos el calzado, es lo que se
hacía siempre en todas las casas para no dañar el suelo de madera con las botas
o zapatos sucios y húmedos de la calle. Luego había una sala bastante amplia, de más
de 30 metros cuadrados, donde estaba el salón y detrás una cocina americana, a
un lado se encontraba la cama, y al fondo el baño. Todo en una pieza. Si fuera estábamos a -15 grados, dentro
estábamos a +25, es decir, fuera podía hacer un frío tremendo, pero dentro se
estaba muy confortable. Nos quedamos
pues con la ropa imprescindible, ella con una camisa y una falda ajustada hasta
la rodilla, y yo también en camisa. Era
una situación verdaderamente excitante.
Ella pareció
mostrar cierta curiosidad por el sitio donde vivía y por mi forma de vivir, de
modo que nada más entrar tuve que ir respondiendo a su curiosidad.
Inesperadamente, me preguntó si había llevado a muchas chicas allí.
Este hecho dio
un giro a nuestra conversación, me estaba preguntando algo verdaderamente
personal, se interesaba por mi vida íntima, evidentemente no era la mujer de mi
jefe quien preguntaba, sino mi amiga.
Llevar la
conversación a terrenos privados afianzó mi confianza, pese a haberla invitado
a sentarse en el sofá todavía no lo había hecho, seguía de pie mientras parecía
inspeccionar los detalles de mi apartamento.
Respondí a su
pregunta diciéndole que menos de lo que me gustaría. Ella fingió no creerme e insistió en el tema,
me preguntó si era porque salía con alguna chica. Le dije que no, en ese
momento no salía con ninguna, por eso no resultaba fácil tener compañía de vez
en cuando. Ella volvió a fingir que no
me creía. No lo creo –dijo-, tú eres
joven, guapo, vives sólo en tu apartamento y tienes una vida independiente, con
eso lo tienes que tener fácil. Yo me reí. De alguna forma desvelaba su
pensamiento al echarme esas flores, de manera que eso me daba un margen de
confianza para ser audaz con ella, así que aproveché para devolverle sus
flores.
Pues aún así
–dije-, es cierto, han estado pocas chicas aquí, tan cierto como que entre
todas no reúnen la belleza que tiene usted sola.
Ahora le tocó
a ella el turno de sonreír.
¡Qué
exagerado! –exclamó-, no me hagas reír, yo ya soy mayor, no puedes compararme
con tus amigas.
Habíamos
dejado de movernos por el apartamento, nos encontrábamos de pie uno frente al
otro, a muy corta distancia, mirándonos a los ojos. La excitación no dejaba de aumentar.
Usted no es
mayor –respondí-, además aparenta mucho más joven de la edad que debe tener,
estoy seguro que cualquier chica de 20 años desearía tener su figura, y no
digamos su belleza.
¿Tú me ves
guapa?
Hasta un ciego
podría verlo –dije yo-, y no solo guapa, sino muy guapa –recalqué.
Ella sonrió
sin decir nada, limitándose a mirarme a los ojos.
Lástima que
sea la mujer de mi jefe, si no…. –dejé caer.
Si no…..¿qué?
–preguntó ella con malicia.
Pues que si
no, no podría estar así, conteniéndome.
Ella alzó su
mano y la puso sobre mi cuello para atraerme.
Entonces no te
contengas –dijo en un susurro.
Súbitamente
nos vimos pegados el uno al otro, abrazados, besándonos. La fuerza de mi impulso la hizo retroceder un
paso atrás para dar su espalda contra la pared.
Allí, dejándola sin posibilidad de escapatoria, presioné mi cuerpo
contra el suyo, a la vez que mis manos lo recorrían palpando sus deliciosas
formas. Nos besamos en los labios, en el
cuello, frotando nuestros cuerpos y retorciéndonos con la excitación que
provocaba la lasciva efervescencia de nuestros deseos.
La
impetuosidad de ella no era menor, se aferraba a mi y palpaba mi cuerpo sin
ninguna restricción, colocando su mano sobre mi sexo, como queriendo atraparlo
por fuera del pantalón. Yo tampoco me
quedé atrás, bajé mi mano y la metí bajo su falda para ascender hasta su
entrepierna y posarla sobre su sexo ardiente. Si ella tenía la barrera de mi pantalón, yo
encontré el fastidioso inconveniente de sus pantys para profundizar en mi afán
de llegar a la parte más deseada de su cuerpo.
Fue ella quien
de nuevo tomó la iniciativa de quitar obstáculos y empezó a desvestirse,
copiando yo de inmediato su decisión y haciendo lo propio. Su camisa, su falda
y sus pantys fueron volando hasta caer en el sofá, y lo mismo sucedió con mi
ropa. Nos quedamos en ropa interior, de pie el uno frente al otro, de forma que
pude comprobar de un primer vistazo que su cuerpo era lo que aparentaba,
todavía estaba firme, bien perfilado y realmente apetitoso.
Me cogió de la
mano y tiró de mi hacia la cama.
Caímos en ella
y empezamos a retorcernos como un espagueti alrededor de un tenedor. Nuestra
ropa interior tardó poco también en volar por los aires. Nuestros cuerpos
habían quedado libres por completo de obstáculos, nuestras manos y nuestras
bocas recorrían con avidez las zonas más sensibles a la excitación, convirtiendo
nuestros cuerpos en dos volcanes a punto de la erupción.
Fue ella quien
nuevamente tomó la iniciativa y se colocó sobre mí, a los pocos segundos
cabalgaba sobre mi cuerpo con mi sexo introducido en su interior, mientras yo
acompañaba sus movimientos oscilantes agarrado a sus pechos como un marinero se
hubiera agarrado al timón en una tempestad.
Estuvo una
hora y media en mi apartamento, una hora y media de alta intensidad en la que
tan apenas hubo tiempo para el descanso.
Aquel café que no llegamos a tomar, resultó el más delicioso que había
probado en mi vida.
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