jueves, 24 de mayo de 2012

Canadá






La mujer de mi jefe





Estaba en mi segundo año en Montreal, mi segundo invierno. Trabajaba en una pequeña empresa donde mi jefe era el primero en estar al frente supervisando el trabajo, también conocía a su mujer, pues solía venir de vez en cuando para realizar trabajos en la oficina.  También era mi segundo año en la empresa, por suerte después del verano decidí cambiar de apartamento e irme a vivir a uno que se encontrara cerca de mi trabajo, ahora sólo tenía diez minutos a pie, cuando antes tenía más de una hora de autobús. 

En pleno invierno solía nevar unas cinco veces por semana, a veces sólo unos centímetros, pero a veces hasta más de un metro en sólo unas horas.  Suerte que los quitanieves pasaban constantemente en las calles y que detrás de ellos los camiones del ayuntamiento se encargaban de recogerla y llevársela, de lo contrario hubiera sido imposible circular o andar en las calles.

Para mejorar mi francés había tomado el tercer curso nocturno, como había cambiado de barrio también tuve que cambiar de colegio, a diferencia del anterior que era una escuela pública que en la noche se abría para dar clase de francés a adultos, esta vez era un gran centro cívico-cultural donde se desarrollaban muchos y diferentes cursos patrocinados por el ayuntamiento.  Los había de todas clases.

Había iniciado mi curso después de la Navidad, es decir estábamos en pleno invierno. Naturalmente todos mis compañeros eran nuevos, la mayoría suramericanos y algún asiático, al igual que los cursos anteriores.  La sorpresa fue que, al primer día de clase a la hora del “break”, cuando fui a la cafetería me encontré con la mujer de mi jefe.  También ella había empezado un curso de algo.  La verdad que hasta entonces habíamos hablado poco, yo la veía en el trabajo a menudo, pero era la mujer del jefe y tan apenas cruzábamos alguna palabra más allá de un saludo. Ahora, al encontrarnos allí, después de la mutua sorpresa del encuentro, nos sentamos juntos a tomar un café. 

Pronto se estableció una cierta confianza entre nosotros, de manera que no tardé en dejar de verla como la mujer de mi jefe para verla una compañera más en aquel centro cultural.

Debía tener entre los treinta y seis y treinta y ocho años, quizá unos diez menos que mi jefe, pero unos trece o quince más que yo.  Era rubia, de estatura media, muy guapa, de un cuerpo escultural y siempre vestía muy bien, se podía decir que conocía su belleza y trataba de potenciarla con todo lo que pudiera complementarla. A mi no se me había escapado tanto su atractivo como su todavía cuerpo macizo desde el primer momento en que la vi, pero el hecho de ser la mujer de mi jefe hacía que la mirara con  prudencia y distancia.  Ahora, siendo compañeros en aquel centro aunque de distintos cursos, podía verla de otra manera, de una manera más cercana y equivalente, sobre todo porque ella me ofrecía su cercanía y confianza.  En el trabajo seguía siendo la mujer de mi jefe, pero aquí era una amiga.

Nuestra amistad se potenció y se fortaleció sin darnos cuenta, de una forma muy rápida.  Nos encontrábamos todos los días en la pausa entre clase y clase, que duraba unos diez minutos, pero que nosotros tomamos la mala costumbre de alargar, siempre éramos los últimos en regresar a nuestras respectivas clases. A veces nos encontrábamos al terminar, pero entonces ya era tarde y cada uno debía ir a su casa, más ella, que tenía una familia.

El clima estaba siendo muy duro, como era de esperar en el mes de enero, nevaba casi todos los días y el sol hacia mucho tiempo que se encontraba desaparecido.  Pero fue a primeros de febrero cuando tuvimos la mayor nevada. Cuando terminé mi trabajo ya resultó difícil hasta salir al exterior, pues la puerta se había quedado bloqueada por la nieve y no pudimos salir hasta que pasó el quitanieves.  Llegué a mi apartamento sin mayor problema, a pie, pero las calles se encontraban llenas de nieve, había caído una nevada descomunal y los quitanieves no daban abasto.  Después de cenar, allí la hora de la cena era entre las cinco y las seis de la tarde, debía ir a mis clases de francés.  Tenía mis dudas de si podía funcionar el transporte público, pero de todos modos salí a la calle, vivía justo al lado del Boulevard Pio IX, la avenida por la que debía ir hasta el centro cultural de Montreal-Nord.  Me planté en la parada de autobús a esperar, la calle estaba en penosas condiciones, pero al ser una gran avenida habían pasado los quitanieves y se podía circular. El autobús llegó.

De la parada del autobús al centro cultural habría menos de trescientos metros, así que ese tramo lo hice a pie, como cada vez.  Al llegar ya me di cuenta de que el edificio se encontraba bastante desierto, cuando fui a mi clase la puerta estaba cerrada, se había suspendido.  Al parecer el profesor no había podido desplazarse desde su domicilio por la nevada, y lo mismo había ocurrido con la mayoría de clases, los únicos que nos encontrábamos allí éramos los que vivíamos cerca. Había que volver a casa. Antes decidí pasarme por la cafetería, pero incluso la cafetería estaba cerrada.  La mujer de mi jefe también había ido a su clase, ella llegaba por el Boulevard Henry Bourassa, que igualmente era una gran avenida y la habían despejado de nieve, pero le ocurrió lo mismo, su clase estaba suspendida por la falta del profesor, luego tuvo la misma idea que yo, se pasó por la cafetería y allí nos encontramos.

Estuvimos comentando la situación, habíamos ido hasta allí para nada, y ni siquiera podíamos tomarnos un café. Teníamos que volver a casa. Entonces ella me dijo: yo te llevo con mi coche.

Fuimos al aparcamiento y nos subimos a su coche, tomamos el Boulevard Pio IX y ya sólo había que seguir todo recto, pero había que ir despacio para evitar los patinazos, cosa bastante habitual con la nieve.  Yo vivía en una calle adyacente a Pio IX, a unos cien metros, le dije a mi jefa que podía dejarme en la esquina, no fuera a tener dificultades al entrar en mi calle, pero entró y aparcó justo en frente de mi puerta. Teníamos que despedirnos, cosa que a mi me disgustaba. 

Las circunstancias del clima nos habían dado la oportunidad de estar allí los dos metidos en su coche a las puertas de mi casa, era una ocasión que no volvería a repetirse, antes de llegar ya había ido pensando cómo podía aprovechar aquella oportunidad, qué podía decirle, era innegable que ella me atraía y sospechaba que yo no le desagradaba, pero en seguida la memoria me recordaba que era la mujer de mi jefe, y eso me quitaba el valor que necesitaba.

Tuve la impresión de que ninguno de los dos tenía prisa por despedirse, eso me hizo decidirme.

-Si quiere  (naturalmente yo le decía de usted), hoy podemos tomarnos el café aquí en casa.

Ella aceptó. Paró el motor del coche y descendimos. Casi no podía creerlo, había aceptado sin la menor objeción.

Entramos en el apartamento, que era en realidad un estudio. Tenía la entrada, donde nos desprendimos de los abrigos y los dejamos en el colgador.  También nos sacamos el calzado, es lo que se hacía siempre en todas las casas para no dañar el suelo de madera con las botas o zapatos sucios y húmedos de la calle.  Luego había una sala bastante amplia, de más de 30 metros cuadrados, donde estaba el salón y detrás una cocina americana, a un lado se encontraba la cama, y al fondo el baño.  Todo en una pieza.  Si fuera estábamos a -15 grados, dentro estábamos a +25, es decir, fuera podía hacer un frío tremendo, pero dentro se estaba muy confortable.  Nos quedamos pues con la ropa imprescindible, ella con una camisa y una falda ajustada hasta la rodilla, y yo también en camisa.  Era una situación verdaderamente excitante.

Ella pareció mostrar cierta curiosidad por el sitio donde vivía y por mi forma de vivir, de modo que nada más entrar tuve que ir respondiendo a su curiosidad. Inesperadamente, me preguntó si había llevado a muchas chicas allí.

Este hecho dio un giro a nuestra conversación, me estaba preguntando algo verdaderamente personal, se interesaba por mi vida íntima, evidentemente no era la mujer de mi jefe quien preguntaba, sino mi amiga. 

Llevar la conversación a terrenos privados afianzó mi confianza, pese a haberla invitado a sentarse en el sofá todavía no lo había hecho, seguía de pie mientras parecía inspeccionar los detalles de mi apartamento. 

Respondí a su pregunta diciéndole que menos de lo que me gustaría.  Ella fingió no creerme e insistió en el tema, me preguntó si era porque salía con alguna chica. Le dije que no, en ese momento no salía con ninguna, por eso no resultaba fácil tener compañía de vez en cuando.  Ella volvió a fingir que no me creía.  No lo creo –dijo-, tú eres joven, guapo, vives sólo en tu apartamento y tienes una vida independiente, con eso lo tienes que tener fácil. Yo me reí. De alguna forma desvelaba su pensamiento al echarme esas flores, de manera que eso me daba un margen de confianza para ser audaz con ella, así que aproveché para devolverle sus flores. 

Pues aún así –dije-, es cierto, han estado pocas chicas aquí, tan cierto como que entre todas no reúnen la belleza que tiene usted sola.

Ahora le tocó a ella el turno de sonreír.

¡Qué exagerado! –exclamó-, no me hagas reír, yo ya soy mayor, no puedes compararme con tus amigas.

Habíamos dejado de movernos por el apartamento, nos encontrábamos de pie uno frente al otro, a muy corta distancia, mirándonos a los ojos.  La excitación no dejaba de aumentar.

Usted no es mayor –respondí-, además aparenta mucho más joven de la edad que debe tener, estoy seguro que cualquier chica de 20 años desearía tener su figura, y no digamos su belleza.

¿Tú me ves guapa?

Hasta un ciego podría verlo –dije yo-, y no solo guapa, sino muy guapa –recalqué.

Ella sonrió sin decir nada, limitándose a mirarme a los ojos.

Lástima que sea la mujer de mi jefe, si no…. –dejé caer.

Si no…..¿qué? –preguntó ella con malicia.

Pues que si no, no podría estar así, conteniéndome.

Ella alzó su mano y la puso sobre mi cuello para atraerme.

Entonces no te contengas –dijo en un susurro.

Súbitamente nos vimos pegados el uno al otro, abrazados, besándonos.  La fuerza de mi impulso la hizo retroceder un paso atrás para dar su espalda contra la pared.  Allí, dejándola sin posibilidad de escapatoria, presioné mi cuerpo contra el suyo, a la vez que mis manos lo recorrían palpando sus deliciosas formas.  Nos besamos en los labios, en el cuello, frotando nuestros cuerpos y retorciéndonos con la excitación que provocaba la lasciva efervescencia de nuestros deseos.

La impetuosidad de ella no era menor, se aferraba a mi y palpaba mi cuerpo sin ninguna restricción, colocando su mano sobre mi sexo, como queriendo atraparlo por fuera del pantalón.  Yo tampoco me quedé atrás, bajé mi mano y la metí bajo su falda para ascender hasta su entrepierna y posarla sobre su sexo ardiente.  Si ella tenía la barrera de mi pantalón, yo encontré el fastidioso inconveniente de sus pantys para profundizar en mi afán de llegar a la parte más deseada de su cuerpo.

Fue ella quien de nuevo tomó la iniciativa de quitar obstáculos y empezó a desvestirse, copiando yo de inmediato su decisión y haciendo lo propio. Su camisa, su falda y sus pantys fueron volando hasta caer en el sofá, y lo mismo sucedió con mi ropa. Nos quedamos en ropa interior, de pie el uno frente al otro, de forma que pude comprobar de un primer vistazo que su cuerpo era lo que aparentaba, todavía estaba firme, bien perfilado y realmente apetitoso.

Me cogió de la mano y tiró de mi hacia la cama.

Caímos en ella y empezamos a retorcernos como un espagueti alrededor de un tenedor. Nuestra ropa interior tardó poco también en volar por los aires. Nuestros cuerpos habían quedado libres por completo de obstáculos, nuestras manos y nuestras bocas recorrían con avidez las zonas más sensibles a la excitación, convirtiendo nuestros cuerpos en dos volcanes a punto de la erupción.

Fue ella quien nuevamente tomó la iniciativa y se colocó sobre mí, a los pocos segundos cabalgaba sobre mi cuerpo con mi sexo introducido en su interior, mientras yo acompañaba sus movimientos oscilantes agarrado a sus pechos como un marinero se hubiera agarrado al timón en una tempestad.



Estuvo una hora y media en mi apartamento, una hora y media de alta intensidad en la que tan apenas hubo tiempo para el descanso.  Aquel café que no llegamos a tomar, resultó el más delicioso que había probado en mi vida.






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