miércoles, 9 de mayo de 2012

Bali



Desayuno con flores

 Soñaba con volver a Bali. Eran los primeros años, cuando Bali aún conservaba el auténtico ambiente paradisiaco entre el misticismo y el placer de la vida. Pero esta vez el motivo no se sustentaba en ningún concepto espiritual, ni tampoco eran el buen ambiente y el deseo de diversión lo que me atraía especialmente, sino Ayu.
El año anterior, estando en Ubud, había conocido a Kadek, un chico balinés con el que nos hicimos amigos. Estuve en su casa y me presentó a su hermana Ayu, desde ese momento las visitas a su casa se sucedieron a diario. Nos hicimos buenos amigos. Antes de mi regreso, al despedirnos, Kadek me dijo: la próxima vez que vengas a Bali, te quedas en mi casa.
Al año siguiente, después de pasar los primeros días en la playa de Kuta, me trasladé a Ubud. El reencuentro con Kadek fue muy grato, pero el más esperado y gratificante fue el de su hermana Ayu.  Me cautivó desde el primer instante en que la conocí.
Eran huérfanos de padre y madre, pertenecientes a una casta media alta, (en Bali la religión es hindú) y, por lo que me explicó alguien, según su apellido sus antepasados debieron ser importantes en Ubud, pues significaba: “el guardián de la ciudad”.  Vivían con su tío, viudo y hermano de su padre, en casas contiguas, quien tenía dos hijos varones, uno que todavía era estudiante al igual que Kadek,  y otro que era el marido de Ayu. Si, estaba casada.  Fue una decepción cuando supe la noticia el año anterior, aún así también con ella nos habíamos hecho buenos amigos, pese a estar casada y tener una hija de casi tres años, no había sido impedimento para que pudiéramos vernos, hablar y sentir una mutua atracción. Lo extraño, por no decir aberrante, es que estaba casada con su primo hermano, con quien además había convivido toda la vida desde que nació.
Por si no era suficiente aberración aquel matrimonio, a la exquisita belleza de Ayu, la finura de su cuerpo primoroso, su carácter dulce y adorable, con una personalidad y un estilo enormemente atractivos, se contraponía la fealdad de su marido, con el rostro salpicado de marcas dejadas probablemente por la varicela, de cuerpo obeso, cosa excepcional en Bali, mente simple, personalidad infantil y, en general, nulo atractivo. Lo que yo más apreciaba de él era su falta de celos, nunca se interpuso o reflejó un mal gesto contra mí por más que le robara la atención de su mujer, más al contrario, siempre me saludaba con amplia sonrisa, algo estúpida e infantil, limpia de malos pensamientos. Tenía motivos para caerle mal, o por lo menos para sospechar de mí, pero nunca lo vi preocupado o enfadado, en el fondo, también a su manera era un ser adorable.
Kadek me prestó su habitación, la mejor y más amplia de la casa. La había preparado especialmente para mi con adornos y detalles que jamás he visto en ninguna habitación balinesa, pues suelen carecer de cualquier decoración.  Cuatro paredes desnudas, una cama y un armario, es todo. La mía, la que Kadek había preparado parta mi, resultaba confortable y acogedora, en lugar de las paredes mortecinas color yeso de las demás, ésta estaba pintada de color azúl, además de una cama grande y el armario, disponía de una mesa y una silla, un espejo, una estantería, algún poster en la pared y la ventana que daba a un patio exterior. Kadek se instaló en la habitación de su primo.
Desde el primer día me sentí como un miembro más de la casa.
Ni Ayu ni yo ocultamos la alegría que nos producía volver a vernos, y ahora con todo a nuestro favor para estar juntos. Si Kadek me trató igual que si hubiera sido su mejor amigo, Ayu aún fue más allá, me trató mejor de lo que probablemente había tratado nunca a nadie, incluido su marido, dedicándome todo el tiempo posible, todas las atenciones que yo pudiera necesitar, con toda la dulzura que salía de su corazón.
Al contrario de lo que ocurre en el resto del mundo, en Bali raramente se come en familia, de hecho habitualmente en las casas ni siquiera existe un comedor, cada uno va por libre y come cuando tiene hambre.  En la cocina suele hacerse un caldero de arroz temprano por la mañana para todo el día, y luego se cocina algo de carne, o de vegetales, de manera que de forma independiente cuando uno siente hambre se acerca a la cocina, coge arroz y le echa algo encima de lo que está cocinado, y a continuación se lo lleva al porche de su habitación para comer, sentado en el suelo. Sin embargo Ayu, desde el primer día, hizo una excepción para mi cocinándome cada vez en exclusiva. Colocó una mesa con dos sillas en el jardín y ese fue el comedor improvisado y que sólo yo usaba, salvo cuando a veces Ayu se sentaba también a comer conmigo.  Su marido, su hija, su tío, su hermano, cuando querían comer pasaban por la cocina y se cogían ellos mismos lo que estaba ya cocinado, el arroz blanco de costumbre y alguna cosa para echarle encima.  Es más, Ayu solía prepararme platos especiales para salir del arroz diario que se comía en la casa, y por cierto, cocinaba excelentemente.  A veces, era yo quien compraba la comida y por la noche cocinaba para ella y su hermano.  Todas las comidas eran doblemente disfrutadas, por lo sabrosas y porque tenía la compañía de Ayu. A veces ella no comía, quizá porque ya lo había hecho, pero igualmente se sentaba conmigo después de servirme y hablábamos.  De las comidas, la más especial, la que más apreciaba, era el desayuno.  Cada mañana sobre las ocho y media, traía el desayuno a mi habitación.  Yo solía estar ya levantado y aseado, el cuarto de baño era tradicional balinés, un retrete donde uno coloca los pies y se agacha para evacuar sobre un agujero, y una pileta con agua de donde coge con un cazo y se echa por encima para ducharse, excepcionalmente el cuarto de Kadek tenía un lavabo con agua corriente donde podía  lavarme la cara o las manos sin necesidad de ir al cuarto de baño comunitario.
Ayu solía llamar a mi puerta, yo le abría y ella entraba con una bandeja en las manos que depositaba sobre la mesa, para desayunar no me daba el desayuno tradicional de arroz, sino algo acorde con mis gustos, como frutas, tortillas, pancakes y café. Lo que nunca faltaba, ni un solo día, era una flor junto al desayuno.  Era una flor que cada mañana ella escogía del jardín para mi. He de reconocer que en toda mi vida nadie me había  tratado igual.
Por supuesto yo también intentaba agradar a Ayu en todo, pero ella siempre se me adelantaba.
Mi atracción por Ayu no sólo no cesaba, sino que iba en aumento, ¿me estaba enamorando?.
Nuestras conversaciones eran más con el corazón que con la palabra, nuestro lenguaje más visual que sonoro. Ella hablaba poco el inglés, pero sus miradas lo decían todo claramente.  No sé cuándo ni quién fue el primero que lo dijo, pero un día salió de nuestros labios un “I love you”, que fue la confirmación de nuestros mutuos sentimientos. Y esas bellas palabras no dejaron de bailar en nuestros labios ni un solo día en los casi tres meses que permanecí en su casa.

Ayu era muy guapa, tenía la piel morena y suave, el pelo negro y brillante de larga melena, sobre el que nunca faltaba una flor de frangipani a un lado de su cabeza, sus hermosos dientes destacaban como perlas brillantes en su rostro al sonreír, sonrisa que aún se hacía más bella al aparecer cada vez dos hoyuelos en sus mejillas.  No podía dejar de preguntarme cómo era posible semejante incongruencia de estar casada con el bueno pero insulso y tan poco agraciado como su marido, a la vez que primo hermano.
Un día no pude reprimirme y se lo pregunté. Ayu me explicó la razón.  Me contó que no se casó con él por amor, sino que fue una imposición de la familia. ¿Una imposición?, dije furioso por tal injusticia. Ayu me confesó que nunca había estado enamorada de su marido, pero su familia había decidido que debía casarse con él porque era lo mejor para ella. ¿Él lo mejor?, dije para mi sin poder creerlo. Seguía sin entender.
Con paciencia y resignación, Ayu me contó las razones de su familia.  En Bali el hijo mayor se queda siempre en la casa con los padres, si la casa o el terreno es grande incluso todos los hijos varones se quedan, sin embargo la mujer siempre va a vivir a la casa del marido, que toma como su nueva familia.  Las ceremonias familiares son la oportunidad de volver a casa y ver a los padres, al ser huérfana las oportunidades de volver a su casa y estar con la familia, quedaban anuladas. De manera que para protegerla, para no dejar que perdiera el contacto con su familia, habían decidido que lo mejor era casarla con su primo hermano y así continuaría con todos allí. Yo seguía sin entenderlo.
Le pregunté si no podía rechazarlo, decidir por ella misma con quien quería casarse, Ayu hizo un gesto de resignación, dando a entender que no había opciones. Es la tradición, dijo, si la familia lo decide hay que aceptarlo.
Estúpida tradición, dije para mi.

El desayuno era sin duda el momento más excitante del día, cuando podía estar a solas con Ayu. La verdad que estábamos a solas muchas veces en la casa, pero el hecho de estar en mi habitación lo hacía más íntimo y especial. Normalmente solía quedarse un poco después de traerme el desayuno, a esas horas su marido estaba ya en el trabajo, su hermano y su primo en la universidad de Dempasar, donde a diario iban en sus motos a estudiar.  A Ayu le gustaba quedarse mientras yo desayunaba, aunque creo que no se sentía del todo cómoda, pues en cuanto intentaba aproximarme, cogerla de la mano, sacaba una excusa de que debía hacer algo y se marchaba.  Sin duda tenía miedo del peligro que entrañaba un acercamiento allí, solos en mi habitación.
Curiosamente, las primeras veces en que tuvimos contacto no fue estando a solas, sino con su hermano al lado, aunque él no se dio cuenta.
Vivían a la entrada de Ubud junto a la carretera, con la expansión del turismo sus terrenos se revalorizaron y en ese último año habían alquilado varias superficies para distintos negocios, entre ellos un banco, quien con solo su alquiler por 10 años y pagados de una vez por adelantado, supuso una fuerte entrada de ingresos. Ese año les cambió la vida, de repente se encontraron con bastante dinero y una de las primeras cosas que hizo Kadek fue comprarse un coche. En deferencia a mi, planearon hacer algunas excursiones por la isla para enseñarme lugares bonitos de Bali, como el volcán Kintamani y el lago Batur, el lago Beratan y los bellos paisajes de alrededor, en otra ocasión la playa de Singaraja, siempre salíamos por la mañana y regresábamos en la noche, salvo una vez que salimos en la tarde para ver en la noche la espectacular erupción del volcán Kintamani. Con nosotros siempre venía la novia de Kadek, de modo que éramos dos parejas, Kadek y su novia delante, y Ayu y yo detrás.
El regreso a casa era quizá el momento más deseado, ya de noche y completamente a oscuras, Ayu se relajaba y dejaba que la atrapara en mis brazos, apoyándose sobre mi pecho. El primero de estos viajes fue también donde ocurrió el primero de nuestros besos.  Amparados en la oscuridad, Ayu permitía que la acariciara, que besara sus mejillas, sus labios…pero se sobresaltó cuando intenté besarla de verdad. Al ver que pretendía introducir mi lengua en su boca se sorprendió y me rechazó echando el cuerpo hacia atrás. No dijo nada, porque íbamos completamente en silencio, pero noté que me miraba extrañada.  Posiblemente, la razón de aquella extrañeza, se debía a que en Bali no suelen practicarse los besos, besarse no es una costumbre común y menos hacerlo con lengua, entonces me di cuenta de que lo más probable es que su marido nunca la hubiera besado, que no supiera lo que era un beso de verdad.
Para Ayu sólo con ir apoyada en mi pecho, estar rodeada de mis brazos, envuelta en mis suaves caricias, parecía ser suficiente para alcanzar el placer.  Yo deseaba más, aunque debía contentarme con aquello.

Había pasado un mes, cada vez estábamos más tiempo juntos, hablábamos de nosotros, de nuestros mutuos sentimientos, incluso de la posibilidad de divorciarse y venirse conmigo a España. El problema, según me explicaba Ayu, era su hija, divorciarse era posible, pero hacerlo teniendo una hija para irse con un extranjero significaba perder la custodia de la hija y ser repudiada por la familia. Hablábamos de cosas tan trascendentes y ni siquiera nos habíamos besado de verdad. Pero poniéndome en su lado, para Ayu el hecho de estar junto a alguien, cogerse de la mano, abrazarse, mirarse a lo ojos mientras se confiesa el amor, tenía el valor de cualquier relación más íntima. Evidentemente, para mi y mi concepto europeo del amor, las caricias, los besos inocentes, cogerse de la mano, abrazarse o dejar que mi pecho fuera el regazo de sus sentimientos, no era suficiente certificado para culminar una relación.
Una de las mañanas entró como de costumbre a mi habitación con el desayuno y la flor recién cortada del jardín. Dejó la bandeja sobre la mesa, mientras yo me senté en el borde de la cama. Se quedó frente a mi preguntándome si no iba a desayunar. Yo la miré sin responder y la cogí por ambas manos. Ella se rió adivinando mis intenciones. Tiré de sus manos hacia mi para atraerla, ella intentó resistirse sin dejar de sonreír, pero yo me mantuve firme y de un tirón más fuerte la aproximé justo delante de mis rodillas, ella se giró como para alejarse, pero antes de que pudiera hacerlo la agarré por la cintura con las dos manos y la senté sobre mis piernas. Se quejó, diciéndome que la dejara, pero yo la agarré más fuerte. La abracé oprimiéndola contra mi cuerpo, entonces noté que ella dejaba de resistirse, nos quedamos así por un momento, inmóviles, sintiendo nuestros cuerpos pegados y ardientes.
Sus piernas estaban sobre las mías, su espalda contra mi pecho, mis brazos rodeándola, estrechándola contra mi. Su voz había enmudecido. La luz que entraba por la ventana inundaba la habitación, era una mañana preciosa, pero aquel momento lo era mucho más. Solté mis manos de su cintura para depositarlas sobre sus pechos, los acaricié e introduje una de mis manos bajo el sujetador.  Ayu seguía en silencio, sólo percibía su estremecimiento.
Por debajo de la blusa y a modo de falda, llevaba un sarong, una tela del estilo de un pareo que envolvía alrededor de su cintura, busqué la abertura y entonces introduje mi mano en ella para llegar a sus piernas. Ayu intentó sujetarme la mano, pero mi mano no podía someterse  a ningún freno, continuó  su breve recorrido entre sus piernas hasta llegar a su sexo, palpé entre la entrepierna y sobre sus bragas oprimí mis dedos. Ayu dejó de hacer cualquier resistencia para erguir su espalda dejando escapar un profundo suspiro.  No podía ver su cara, pero podía sentir perfectamente el agrado que mis dedos le proporcionan presionando sobre su sexo. Volví a frotar arriba y abajo, fuerte, seguido, observando como se tensaba su cuerpo de un repentino placer.
Los dedos apartaron sus bragas para meterse bajo ellas en la hendidura de su sexo, palpándolo con avidez, acariciándolo en la superficie e introduciéndose en su interior.  Ayu había dejado de oponer cualquier resistencia, sólo escuchaba los gemidos que mis hábiles dedos sacaban de su garganta como celestiales notas musicales. Tampoco se opuso cuando no sin esfuerzo tiré de sus bragas hacia delante.  Seguíamos sin vernos las caras, ella sentada sobre mi, vencida, dejándose llevar. Yo me deshice también de mis calzoncillos sin dejar que ella tan apenas se despegara de mi, pero aún quedaba el sarong, que le llegaba casi hasta los pies y resultaba un obstáculo. Lo más sencillo hubiera sido quitárselo, pero intuía que se habría negado a quedarse sin él puesto, de modo que intenté aflojarlo, abrirlo más, dejarlo más suelto y manipulable, para poder subirlo hacia atrás. Tuve que emplear mis dos manos para ir subiendo el sarong mientras sus piernas iban quedando al descubierto, hasta que llegué a la parte alta de sus muslos, en ese momento ya pude coger el sarong por detrás y elevarlo por sus nalgas para dejar libre de obstáculos su sexo.    Nuestras piernas desnudas volvieron a pegarse, el contacto con la piel aumento la excitación, el calor emergió en nuestro cuerpo. Ayu podía notar perfectamente la envergadura de mi excitación.
Volví a frotar mis dedos en su sexo, notando como se humedecía cada vez más. Continuábamos sin hablar, sin mirarnos, ella dándome su espalda sentada sobre mis piernas. Intenté buscar la posición, que ella separara sus piernas, que las arqueara para facilitar la entrada de mi ansioso pene, tuve que ayudarla con mis manos cogiéndola por las piernas para mostrarle cuál era la posición adecuada sobre la que debía cabalgar sobre mi. Y por fin penetré en su interior. Me mantuve allí quieto hundido hasta la profundidad por unos breves segundos, sintiendo y haciéndola sentir el acoplamiento de nuestros cuerpos y el fuego que aquella fusión despedía. Después empecé a ejecutar los movimientos de empuje con mi pelvis a los que ella también enlazó con los suyos ascendentes y descendentes, deslizándose sobre mi como un mecanismo perfectamente engrasado.
Después de terminar, aún permanecimos sentados, yo sobre la cama y ella de espaldas sobre mi mientras seguía abrazándola, saboreando aquellos gloriosos instantes.














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