Desayuno
con flores
El año anterior, estando en Ubud, había conocido a Kadek, un chico
balinés con el que nos hicimos amigos. Estuve en su casa y me presentó a su
hermana Ayu, desde ese momento las visitas a su casa se sucedieron a diario.
Nos hicimos buenos amigos. Antes de mi regreso, al despedirnos, Kadek me dijo:
la próxima vez que vengas a Bali, te quedas en mi casa.
Al año siguiente, después de pasar los primeros días en la playa de
Kuta, me trasladé a Ubud. El reencuentro con Kadek fue muy grato, pero el más
esperado y gratificante fue el de su hermana Ayu. Me cautivó desde el primer instante en que la
conocí.
Eran huérfanos de padre y madre, pertenecientes a una casta media
alta, (en Bali la religión es hindú) y, por lo que me explicó alguien, según su
apellido sus antepasados debieron ser importantes en Ubud, pues significaba:
“el guardián de la ciudad”. Vivían con
su tío, viudo y hermano de su padre, en casas contiguas, quien tenía dos hijos
varones, uno que todavía era estudiante al igual que Kadek, y otro que era el marido de Ayu. Si, estaba
casada. Fue una decepción cuando supe la
noticia el año anterior, aún así también con ella nos habíamos hecho buenos
amigos, pese a estar casada y tener una hija de casi tres años, no había sido
impedimento para que pudiéramos vernos, hablar y sentir una mutua atracción. Lo
extraño, por no decir aberrante, es que estaba casada con su primo hermano, con
quien además había convivido toda la vida desde que nació.
Por si no era suficiente aberración aquel matrimonio, a la exquisita
belleza de Ayu, la finura de su cuerpo primoroso, su carácter dulce y adorable,
con una personalidad y un estilo enormemente atractivos, se contraponía la fealdad
de su marido, con el rostro salpicado de marcas dejadas probablemente por la
varicela, de cuerpo obeso, cosa excepcional en Bali, mente simple, personalidad
infantil y, en general, nulo atractivo. Lo que yo más apreciaba de él era su
falta de celos, nunca se interpuso o reflejó un mal gesto contra mí por más que
le robara la atención de su mujer, más al contrario, siempre me saludaba con
amplia sonrisa, algo estúpida e infantil, limpia de malos pensamientos. Tenía motivos
para caerle mal, o por lo menos para sospechar de mí, pero nunca lo vi
preocupado o enfadado, en el fondo, también a su manera era un ser adorable.
Kadek me prestó su habitación, la mejor y más amplia de la casa. La
había preparado especialmente para mi con adornos y detalles que jamás he visto
en ninguna habitación balinesa, pues suelen carecer de cualquier
decoración. Cuatro paredes desnudas, una
cama y un armario, es todo. La mía, la que Kadek había preparado parta mi,
resultaba confortable y acogedora, en lugar de las paredes mortecinas color
yeso de las demás, ésta estaba pintada de color azúl, además de una cama grande
y el armario, disponía de una mesa y una silla, un espejo, una estantería,
algún poster en la pared y la ventana que daba a un patio exterior. Kadek se
instaló en la habitación de su primo.
Desde el primer día me sentí como un miembro más de la casa.
Ni Ayu ni yo ocultamos la alegría que nos producía volver a vernos, y
ahora con todo a nuestro favor para estar juntos. Si Kadek me trató igual que
si hubiera sido su mejor amigo, Ayu aún fue más allá, me trató mejor de lo que
probablemente había tratado nunca a nadie, incluido su marido, dedicándome todo
el tiempo posible, todas las atenciones que yo pudiera necesitar, con toda la
dulzura que salía de su corazón.
Al contrario de lo que ocurre en el resto del mundo, en Bali raramente
se come en familia, de hecho habitualmente en las casas ni siquiera existe un
comedor, cada uno va por libre y come cuando tiene hambre. En la cocina suele hacerse un caldero de
arroz temprano por la mañana para todo el día, y luego se cocina algo de carne,
o de vegetales, de manera que de forma independiente cuando uno siente hambre
se acerca a la cocina, coge arroz y le echa algo encima de lo que está
cocinado, y a continuación se lo lleva al porche de su habitación para comer,
sentado en el suelo. Sin embargo Ayu, desde el primer día, hizo una excepción
para mi cocinándome cada vez en exclusiva. Colocó una mesa con dos sillas en el
jardín y ese fue el comedor improvisado y que sólo yo usaba, salvo cuando a
veces Ayu se sentaba también a comer conmigo.
Su marido, su hija, su tío, su hermano, cuando querían comer pasaban por
la cocina y se cogían ellos mismos lo que estaba ya cocinado, el arroz blanco
de costumbre y alguna cosa para echarle encima.
Es más, Ayu solía prepararme platos especiales para salir del arroz
diario que se comía en la casa, y por cierto, cocinaba excelentemente. A veces, era yo quien compraba la comida y
por la noche cocinaba para ella y su hermano.
Todas las comidas eran doblemente disfrutadas, por lo sabrosas y porque
tenía la compañía de Ayu. A veces ella no comía, quizá porque ya lo había
hecho, pero igualmente se sentaba conmigo después de servirme y hablábamos. De las comidas, la más especial, la que más
apreciaba, era el desayuno. Cada mañana
sobre las ocho y media, traía el desayuno a mi habitación. Yo solía estar ya levantado y aseado, el
cuarto de baño era tradicional balinés, un retrete donde uno coloca los pies y
se agacha para evacuar sobre un agujero, y una pileta con agua de donde coge
con un cazo y se echa por encima para ducharse, excepcionalmente el cuarto de
Kadek tenía un lavabo con agua corriente donde podía lavarme la cara o las manos sin necesidad de
ir al cuarto de baño comunitario.
Ayu solía llamar a mi puerta, yo le abría y ella entraba con una
bandeja en las manos que depositaba sobre la mesa, para desayunar no me daba el
desayuno tradicional de arroz, sino algo acorde con mis gustos, como frutas,
tortillas, pancakes y café. Lo que nunca faltaba, ni un solo día, era una flor
junto al desayuno. Era una flor que cada
mañana ella escogía del jardín para mi. He de reconocer que en toda mi vida
nadie me había tratado igual.
Por supuesto yo también intentaba agradar a Ayu en todo, pero ella siempre
se me adelantaba.
Mi atracción por Ayu no sólo no cesaba, sino que iba en aumento, ¿me
estaba enamorando?.
Nuestras conversaciones eran más con el corazón que con la palabra,
nuestro lenguaje más visual que sonoro. Ella hablaba poco el inglés, pero sus
miradas lo decían todo claramente. No sé
cuándo ni quién fue el primero que lo dijo, pero un día salió de nuestros
labios un “I love you”, que fue la confirmación de nuestros mutuos
sentimientos. Y esas bellas palabras no dejaron de bailar en nuestros labios ni
un solo día en los casi tres meses que permanecí en su casa.
Ayu era muy guapa, tenía la piel morena y suave, el pelo negro y
brillante de larga melena, sobre el que nunca faltaba una flor de frangipani a
un lado de su cabeza, sus hermosos dientes destacaban como perlas brillantes en
su rostro al sonreír, sonrisa que aún se hacía más bella al aparecer cada vez
dos hoyuelos en sus mejillas. No podía
dejar de preguntarme cómo era posible semejante incongruencia de estar casada
con el bueno pero insulso y tan poco agraciado como su marido, a la vez que
primo hermano.
Un día no pude reprimirme y se lo pregunté. Ayu me explicó la
razón. Me contó que no se casó con él
por amor, sino que fue una imposición de la familia. ¿Una imposición?, dije
furioso por tal injusticia. Ayu me confesó que nunca había estado enamorada de
su marido, pero su familia había decidido que debía casarse con él porque era
lo mejor para ella. ¿Él lo mejor?, dije para mi sin poder creerlo. Seguía sin
entender.
Con paciencia y resignación, Ayu me contó las razones de su
familia. En Bali el hijo mayor se queda
siempre en la casa con los padres, si la casa o el terreno es grande incluso
todos los hijos varones se quedan, sin embargo la mujer siempre va a vivir a la
casa del marido, que toma como su nueva familia. Las ceremonias familiares son la oportunidad
de volver a casa y ver a los padres, al ser huérfana las oportunidades de
volver a su casa y estar con la familia, quedaban anuladas. De manera que para
protegerla, para no dejar que perdiera el contacto con su familia, habían
decidido que lo mejor era casarla con su primo hermano y así continuaría con
todos allí. Yo seguía sin entenderlo.
Le pregunté si no podía rechazarlo, decidir por ella misma con quien
quería casarse, Ayu hizo un gesto de resignación, dando a entender que no había
opciones. Es la tradición, dijo, si la familia lo decide hay que aceptarlo.
Estúpida tradición, dije para mi.
El desayuno era sin duda el momento más excitante del día, cuando
podía estar a solas con Ayu. La verdad que estábamos a solas muchas veces en la
casa, pero el hecho de estar en mi habitación lo hacía más íntimo y especial.
Normalmente solía quedarse un poco después de traerme el desayuno, a esas horas
su marido estaba ya en el trabajo, su hermano y su primo en la universidad de
Dempasar, donde a diario iban en sus motos a estudiar. A Ayu le gustaba quedarse mientras yo
desayunaba, aunque creo que no se sentía del todo cómoda, pues en cuanto
intentaba aproximarme, cogerla de la mano, sacaba una excusa de que debía hacer
algo y se marchaba. Sin duda tenía miedo
del peligro que entrañaba un acercamiento allí, solos en mi habitación.
Curiosamente, las primeras veces en que tuvimos contacto no fue
estando a solas, sino con su hermano al lado, aunque él no se dio cuenta.
Vivían a la entrada de Ubud junto a la carretera, con la expansión del
turismo sus terrenos se revalorizaron y en ese último año habían alquilado
varias superficies para distintos negocios, entre ellos un banco, quien con
solo su alquiler por 10 años y pagados de una vez por adelantado, supuso una
fuerte entrada de ingresos. Ese año les cambió la vida, de repente se
encontraron con bastante dinero y una de las primeras cosas que hizo Kadek fue
comprarse un coche. En deferencia a mi, planearon hacer algunas excursiones por
la isla para enseñarme lugares bonitos de Bali, como el volcán Kintamani y el
lago Batur, el lago Beratan y los bellos paisajes de alrededor, en otra ocasión
la playa de Singaraja, siempre salíamos por la mañana y regresábamos en la
noche, salvo una vez que salimos en la tarde para ver en la noche la
espectacular erupción del volcán Kintamani. Con nosotros siempre venía la novia
de Kadek, de modo que éramos dos parejas, Kadek y su novia delante, y Ayu y yo
detrás.
El regreso a casa era quizá el momento más deseado, ya de noche y
completamente a oscuras, Ayu se relajaba y dejaba que la atrapara en mis
brazos, apoyándose sobre mi pecho. El primero de estos viajes fue también donde
ocurrió el primero de nuestros besos.
Amparados en la oscuridad, Ayu permitía que la acariciara, que besara
sus mejillas, sus labios…pero se sobresaltó cuando intenté besarla de verdad.
Al ver que pretendía introducir mi lengua en su boca se sorprendió y me rechazó
echando el cuerpo hacia atrás. No dijo nada, porque íbamos completamente en
silencio, pero noté que me miraba extrañada.
Posiblemente, la razón de aquella extrañeza, se debía a que en Bali no
suelen practicarse los besos, besarse no es una costumbre común y menos hacerlo
con lengua, entonces me di cuenta de que lo más probable es que su marido nunca
la hubiera besado, que no supiera lo que era un beso de verdad.
Para Ayu sólo con ir apoyada en mi pecho, estar rodeada de mis brazos,
envuelta en mis suaves caricias, parecía ser suficiente para alcanzar el
placer. Yo deseaba más, aunque debía
contentarme con aquello.
Había pasado un mes, cada vez estábamos más tiempo juntos, hablábamos
de nosotros, de nuestros mutuos sentimientos, incluso de la posibilidad de
divorciarse y venirse conmigo a España. El problema, según me explicaba Ayu,
era su hija, divorciarse era posible, pero hacerlo teniendo una hija para irse
con un extranjero significaba perder la custodia de la hija y ser repudiada por
la familia. Hablábamos de cosas tan trascendentes y ni siquiera nos habíamos
besado de verdad. Pero poniéndome en su lado, para Ayu el hecho de estar junto
a alguien, cogerse de la mano, abrazarse, mirarse a lo ojos mientras se
confiesa el amor, tenía el valor de cualquier relación más íntima. Evidentemente,
para mi y mi concepto europeo del amor, las caricias, los besos inocentes,
cogerse de la mano, abrazarse o dejar que mi pecho fuera el regazo de sus
sentimientos, no era suficiente certificado para culminar una relación.
Una de las mañanas entró como de costumbre a mi habitación con el
desayuno y la flor recién cortada del jardín. Dejó la bandeja sobre la mesa,
mientras yo me senté en el borde de la cama. Se quedó frente a mi preguntándome
si no iba a desayunar. Yo la miré sin responder y la cogí por ambas manos. Ella
se rió adivinando mis intenciones. Tiré de sus manos hacia mi para atraerla,
ella intentó resistirse sin dejar de sonreír, pero yo me mantuve firme y de un
tirón más fuerte la aproximé justo delante de mis rodillas, ella se giró como
para alejarse, pero antes de que pudiera hacerlo la agarré por la cintura con
las dos manos y la senté sobre mis piernas. Se quejó, diciéndome que la dejara,
pero yo la agarré más fuerte. La abracé oprimiéndola contra mi cuerpo, entonces
noté que ella dejaba de resistirse, nos quedamos así por un momento, inmóviles,
sintiendo nuestros cuerpos pegados y ardientes.
Sus piernas estaban sobre las mías, su espalda contra mi pecho, mis
brazos rodeándola, estrechándola contra mi. Su voz había enmudecido. La luz que
entraba por la ventana inundaba la habitación, era una mañana preciosa, pero
aquel momento lo era mucho más. Solté mis manos de su cintura para depositarlas
sobre sus pechos, los acaricié e introduje una de mis manos bajo el
sujetador. Ayu seguía en silencio, sólo
percibía su estremecimiento.
Por debajo de la blusa y a modo de falda, llevaba un sarong, una tela
del estilo de un pareo que envolvía alrededor de su cintura, busqué la abertura
y entonces introduje mi mano en ella para llegar a sus piernas. Ayu intentó
sujetarme la mano, pero mi mano no podía someterse a ningún freno, continuó su breve recorrido entre sus piernas hasta
llegar a su sexo, palpé entre la entrepierna y sobre sus bragas oprimí mis
dedos. Ayu dejó de hacer cualquier resistencia para erguir su espalda dejando
escapar un profundo suspiro. No podía
ver su cara, pero podía sentir perfectamente el agrado que mis dedos le
proporcionan presionando sobre su sexo. Volví a frotar arriba y abajo, fuerte,
seguido, observando como se tensaba su cuerpo de un repentino placer.
Los dedos apartaron sus bragas para meterse bajo ellas en la hendidura
de su sexo, palpándolo con avidez, acariciándolo en la superficie e
introduciéndose en su interior. Ayu
había dejado de oponer cualquier resistencia, sólo escuchaba los gemidos que
mis hábiles dedos sacaban de su garganta como celestiales notas musicales.
Tampoco se opuso cuando no sin esfuerzo tiré de sus bragas hacia delante. Seguíamos sin vernos las caras, ella sentada
sobre mi, vencida, dejándose llevar. Yo me deshice también de mis calzoncillos
sin dejar que ella tan apenas se despegara de mi, pero aún quedaba el sarong,
que le llegaba casi hasta los pies y resultaba un obstáculo. Lo más sencillo
hubiera sido quitárselo, pero intuía que se habría negado a quedarse sin él
puesto, de modo que intenté aflojarlo, abrirlo más, dejarlo más suelto y
manipulable, para poder subirlo hacia atrás. Tuve que emplear mis dos manos
para ir subiendo el sarong mientras sus piernas iban quedando al descubierto, hasta
que llegué a la parte alta de sus muslos, en ese momento ya pude coger el
sarong por detrás y elevarlo por sus nalgas para dejar libre de obstáculos su
sexo. Nuestras piernas desnudas volvieron
a pegarse, el contacto con la piel aumento la excitación, el calor emergió en
nuestro cuerpo. Ayu podía notar perfectamente la envergadura de mi excitación.
Volví a frotar mis dedos en su sexo, notando como se humedecía cada
vez más. Continuábamos sin hablar, sin mirarnos, ella dándome su espalda
sentada sobre mis piernas. Intenté buscar la posición, que ella separara sus
piernas, que las arqueara para facilitar la entrada de mi ansioso pene, tuve
que ayudarla con mis manos cogiéndola por las piernas para mostrarle cuál era
la posición adecuada sobre la que debía cabalgar sobre mi. Y por fin penetré en
su interior. Me mantuve allí quieto hundido hasta la profundidad por unos
breves segundos, sintiendo y haciéndola sentir el acoplamiento de nuestros
cuerpos y el fuego que aquella fusión despedía. Después empecé a ejecutar los
movimientos de empuje con mi pelvis a los que ella también enlazó con los suyos
ascendentes y descendentes, deslizándose sobre mi como un mecanismo
perfectamente engrasado.
Después de terminar, aún permanecimos sentados, yo sobre la cama y ella
de espaldas sobre mi mientras seguía abrazándola, saboreando aquellos gloriosos
instantes.
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